de sacerdotes y laicos no basta para declarar
ilegítimo al Papa
Luisella Scrosati
Brújula cotidiana,
24_10_2024
En el artículo
anterior, dedicado a Non consegnerò il Leone (No entregaré a León), del padre
Giorgio Maria Faré, habíamos dejado abiertas dos objeciones del mismo
sacerdote: que la doctrina de la adhesión pacífica y universal (APU) de la
Iglesia contradice el derecho canónico; y que en todo caso esta doctrina no se
aplicaría a la situación actual.
Empecemos por lo
segundo y veamos la explicación de Faré: “Incluso si se considerase válido el
principio [de la APU, ed.], no sería aplicable al caso que nos ocupa porque
presupone una profunda comunión y consenso en el seno de la propia Iglesia,
elementos actualmente invalidados por la presencia de numerosas voces
discordantes que persisten en el tiempo, por minoritarias que sean”. Estas
voces discordantes harían por tanto imposible hablar de un consenso pacífico
universal. Además, los fieles que se adhieran a Bergoglio como Papa, o al menos
una parte de ellos, lo harían influidos por un “consenso desinformado” debido a
la “censura mediática y eclesiástica”. Del mismo modo, la adhesión de los
cardenales también podría, según Faré, no ser libre por estar “condicionada por
el chantaje o el miedo”.
Analicemos cada
una de estas afirmaciones. Desgraciadamente, es un grave malentendido de la
doctrina de la APU sostener que sólo se aplica cuando existe una “comunión
profunda” no especificada con el Pontífice, o no hay voces discordantes
persistentes. En realidad, la APU simplemente requiere que ninguno de los
cardenales electores, o al menos del colegio episcopal, haya planteado dudas
sobre la legitimidad de la elección del Pontífice en su momento y, por tanto,
se haya negado a respaldar a Fulano como Pontífice. Que haya laicos o
sacerdotes que impugnen este hecho -años después de que se hubiera cerrado el
cónclave, además-, no invalida en absoluto el principio de la adhæsio, que no
requiere una cualidad particular de “comunión y consenso” en la Iglesia, que
por otro lado es una condición muy difícil de evaluar y no depende de la
presencia o ausencia de un supuesto temor por parte de los cardenales, criterio
no menos problemático de verificar. Que haya que referirse a la duda de los cardenales
y del cuerpo episcopal que no se adhieren en su totalidad al Papa, y no al
disenso “diferido” de un grupo de simples fieles, lo confirma también, como se
ha visto en el artículo anterior, el caso de Urbano VI, que Faré, citando un
texto de derecho canónico, relata. La elección de Urbano VI, en efecto, fue
impugnada por la casi totalidad de los cardenales electores y, por tanto, en
ese caso evidentemente no se puede hablar de tal adhæsio.
Supongamos ahora
que las voces discordantes genéricas, hipotizadas por el autor, bastaran para
cuestionar legítimamente la elección de un papa. Deberíamos concluir de ello
que ningún papa lo sería a partir de Roncalli, puesto que las voces
discordantes de los sedevacantistas y de las diversas ramas sedevacantistas persisten
y crecen con el tiempo. Del mismo modo, también tendríamos que asumir que
ninguna elección papal estaría a salvo de la posibilidad de impugnación por
parte de grupos potencialmente adversos y, por tanto, rara vez habría certeza
de la legitimidad de un papa. Una situación que el propio Faré ciertamente no
aceptaría. Y es precisamente por esta razón que la Iglesia enseña la doctrina
cierta de la APU como un hecho dogmático.
Entonces, volvamos
a las dos cosas: o esta doctrina queda sustancialmente anulada, ya que
bastarían “voces discordantes y persistentes” de laicos o sacerdotes para poner
en duda la legitimidad del Pontífice reinante, con las consecuencias antes
mencionadas y dejando a la Iglesia perpetuamente a merced de disputas entre
canonistas, periodistas y diversos grupos; o se refiere al “disenso” no de
cualquier voz, sino de la voz de los directamente implicados en la elección del
Papa, a saber, los cardenales, y de los que comparten con el Papa, como
colegio, el poder supremo en la Iglesia, al que ciertamente pueden asociarse
también los presbíteros y los fieles. Una posible impugnación por su parte es,
de hecho, fácil de constatar y salvaguarda contra ampliaciones indebidas de
“disidencia” que harían cuestionable la legitimidad del Papa en cuestión.
El argumento de
que los fieles no podrían haber desarrollado dudas sobre la validez de la
elección debido a la supuesta censura de los medios de comunicación (¿de qué
censura hablamos? ¡Internet está lleno de personas que no reconocen a Bergoglio
como Papa!); tampoco tiene sentido recurrir a un hipotético temor de los
cardenales que dista mucho de ser demostrable y que, entre otras cosas, han
negado los cardenales con los que la Brújula Cotidiana ha podido contactar en
los últimos años sobre esta cuestión, y que han desmentido categóricamente que
existan elementos para sostener la invalidez de la elección del Papa Francisco.
Como veremos en un próximo artículo, esta postura parte de una incomprensión y
desautorización de la doctrina relativa a la APU.
Veamos ahora la
objeción de una supuesta contradicción de esta doctrina con el derecho
canónico. Esto es lo que afirma Faré: “Como ha demostrado el jurista Ferro
Canale [cf. Disertación en punto de Derecho Canónico sobre la tesis de Socci y
la respuesta de Boni, n.d.a.], este principio –que, recuerdo, no es una norma
jurídica- está en contradicción con el Derecho Canónico”. Primera
consideración: las normas jurídicas previstas para la validez del cónclave son
precisamente el instrumento que tienen los cardenales para vigilar la
corrección de la elección del Papa; lo que significa que pueden impugnar la
legitimidad de una elección precisamente con base en ellas. Además, también son
el instrumento para dirimir la cuestión cuando falta la adhæsio; algo que no
siempre es fácil, como lo demuestra el hecho de que en el curso de la historia
de la Iglesia varios pontífices han sido incluidos en la lista de papas y, tras
un análisis posterior, fueron expulsados. Pero se trataba precisamente de casos
de elecciones impugnadas por cardenales y obispos, que no reconocían a Fulano
como papa y que por tanto fueron un obstáculo a la adhesión universal y
pacífica.
La doctrina de la
APU no anula estos instrumentos jurídicos, sino que simplemente afirma que
cuando la Iglesia universal representada por sus pastores legítimos da la
adhesión al elegido reconociéndolo como Papa, esto significa que se han
cumplido todos los requisitos o, según por ejemplo el teólogo cardenal Louis
Billot, que de hecho se han sanado los posibles problemas.
Ahora bien, es
sorprendente que se plantee la tesis de que la APU representa un estorbo
peligroso para el derecho canónico hasta el punto de que se considere necesario
sacrificarlo. Es bastante evidente que, de este modo, la “razón canónica” se separa
por completo e incluso se pone en rumbo de colisión con la dogmática. Porque la
Nota Doctrinal de 1998 de la Congregación para la Doctrina de la Fe, comentando
y aclarando la Professio fidei de 1989, expresa lo siguiente con respecto a la
APU: “Con referencia a las verdades unidas a la revelación por necesidad
histórica, que se deben sostener definitivamente, pero que no se pueden
declarar como divinamente reveladas, se pueden indicar como ejemplos la
legitimidad de la elección del Sumo Pontífice o la celebración de un concilio
ecuménico, las canonizaciones de los santos (hechos dogmáticos); la declaración
de León XIII en la Carta Apostólica Apostolicæ Curæ sobre la invalidez de las
ordenaciones anglicanas”. Así pues, los fieles están obligados a asentir plena
e irrevocablemente a aquellas verdades relacionadas con la Revelación que la
Iglesia propone como tales. Y entre éstas se encuentra precisamente la cuestión
de la legitimidad del Papa universal y pacíficamente reconocida por la Iglesia.
Sostener, por lo tanto, que la APU es contrario al derecho canónico equivale a
afirmar que una enseñanza que la Iglesia propone creer de manera definitiva
sería de hecho perjudicial para el derecho. La posición de Faré exige, por
tanto, que lo que la Iglesia pide que se acepte con pleno e irrevocable
consentimiento sea, en cambio, rechazado, para no perjudicar al derecho; y, por
tanto, que ese consentimiento que se da de forma definitiva sea, de hecho,
revocable. Esto crea un grave cortocircuito potencialmente extensible también a
otras enseñanzas que la Iglesia exige que se crean definitivamente, como la
prohibición de ordenar mujeres, la condena de la eutanasia, la condena de la
contracepción, etc.
Dudar de que el
Papa que la Iglesia ha reconocido como tal -ya que ningún cardenal u obispo ha
impugnado la validez de la elección de Bergoglio- sea de hecho el Papa, es
sostener que lo que la Iglesia propone a los fieles como enseñanza definitiva
es de hecho revocable, haciendo saltar por los aires toda la estructura de la
enseñanza magisterial de la Iglesia. En el próximo artículo examinaremos más
detenidamente el contenido, el significado y la contundencia de la APU.
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