lunes, 12 de abril de 2021

ADIÓS, ESPAÑA

 


Es penoso tener que recordar que en la descatolización de España ha jugado un papel importante el progresismo eclesiástico; ha sido una concausa en todos los órdenes del derrumbe de la catolicidad. La enseñanza heterodoxa, durante décadas, de teólogos que con sus clases y sus publicaciones han inficionado al clero causando estragos doctrinales y espirituales, también envenenaron la formación de generaciones de seminaristas.

 

Monseñor Héctor Aguer

Infocatólica,  07/04/21

 

No hace mucho, InfoCatólica publicó una nota mía titulada Mala memoria. En ella me refería al propósito del gobierno socialista-comunista español de desmontar el magnífico complejo cultural y religioso del Valle de los Caídos; que comenzó a ejecutarse con el retiro del lugar de los restos del antiguo Jefe de Estado, Generalísimo Francisco Franco Bahamonde. La izquierda española no deja de referirse, con el rencor arraigado que la caracteriza, a lo que llama «crímenes del franquismo». Pero su memoria tuerta o hemipléjica la obliga a olvidar la cruenta persecución de la Iglesia y las terribles matanzas que ejecutaron sus antepasados rojos durante la guerra civil, especialmente en los comienzos, en 1936: once obispos y miles de scerdotes asesinados, como asimismo otra gente ilustre, por la sola razón de ser católicos.

 

En mi trabajo yo reproducía fragmentos de la oda de Paul Claudel «A los mártires españoles», publicada casi contemporáneamente a los hechos y traducida de inmediato por uno de los grandes escritores argentinos, Leopoldo Marechal. En su poema, Claudel encomiaba con emoción y entusiasmo la obra evangelizadora de la España católica. El intento, por mi denunciado, contra aquel centro religioso y cultural, tenía en mi opinión un carácter fuertemente simbólico: representaba la obra de descatolización de España, que equivale a una «desespañolización», operada en las últimas décadas por los gobiernos seudodemocráticos, que han logrado imponer sucesivamente la legalización del divorcio, del «matrimonio» homosexual, del aborto, la ateización de la sociedad, y el crecimiento en ella de la presencia islámica, que por otra parte tiene valiosos antecedentes de arte y cultura en la historia nacional.

 

Ahora se ha avanzado con otro paso siniestro: la aprobación legal de la eutanasia. La democracia electoralista, en la que reina el número sometiendo a la verdad, ha hecho posible al parlamento (202 votos contra 141 y dos abstenciones) imponer los criterios subjetivistas, contra la objetividad de la ley natural y la Ley revelada por Dios, que prohiben el suicidio y el homicidio. España es así el séptimo país en el mundo, y el cuarto en Europa, en legalizar la eutanasia, detrás de los Países Bajos, Luxemburgo, Canadá, Nueva Zelanda y Colombia. La disposición incluye algunos lindes o cotos que muchos podrán invocar como razones para aceptar la ley. Están en condiciones de poner fin a su vida los mayores de edad que «padezcan enfermedades incurables, crónicas e inhabilitantes, que estén en fase terminal, carezcan de esperanza de disfrutar de una existencia digna y soporten sufrimientos intolerables». La solicitud debe ser formulada por escrito (¿podrán escribir? si no pueden, ¿quién firmará el pedido?), sin presiones (¿cómo podrá segurarse esta condición?), y repetirla a los quince días; se exige además que se hayan explicado al paciente las características del procedimiento y la posibilidad de recurrir como alternativa a cuidados paliativos integrales. También podrá cambiar su decisión en cualquier momento, y si es autorizado, a retrasar la aplicación todo lo que desee. Se establece que el trámite debe ser analizado y aprobado por un par de médicos (a quienes se permite acogerse a la objeción de conciencia), y el último visto bueno estará a cargo de una Comisión de Evaluación integrada por personal médico, de enfermería y juristas que supervisará cada caso. Como se ve, serán crímenes remilgados.

 

El Ejecutivo socialista ofrece una interpretación inaceptable por medio de la Ministro de la Salud: «España avanza por el reconocimiento de los derechos, así como en una sociedad más justa y decente». Familiares de pacientes, que venían reclamando desde hace tiempo por una ley de aprobación, aportan su aplauso: «Se trata de un derecho y no de una obligación, además de significar un ejemplo de empatía legislativa para no añadir sufrimiento jurídico a quienes padecen una situación de salud irreparable». Dirigentes de partidos opositores han reaccionado condignamente; expresaron la posibilidad de plantear un recurso de inconstitucionalidad, porque estiman que se han sobrepasado los límites de un estado democrático. Esperan igualmente que un cambio de las mayorías parlamentarias permita derogar la ley. El número es lo que decide; Su Majestad el Rey, cumpliendo muy bien el papel que tiene asignado –que yo sepa- guardó silencio.

 

La Conferencia Episcopal, como no podía ser de otra manera, expresó su rechazo a esa práctica que «siempre es una forma de homicidio». Es penoso tener que recordar que en la descatolización de España ha jugado un papel importante el progresismo eclesiástico; ha sido una concausa en todos los órdenes del derrumbe de la catolicidad. La enseñanza heterodoxa, durante décadas, de teólogos que con sus clases y sus publicaciones han inficionado al clero causando estragos doctrinales y espirituales, también envenenaron la formación de generaciones de seminaristas. Quiero destacar especialmente los errores en materia de teología moral, contenidos en manuales que se difundieron en los países de lengua castellana. Recuerdo, por conocimiento directo, personal, el caso de algún jesuita español que en los años 80 enseñaba en la Argentina. Hombre de mentalidad kantiana (digo mentalidad porque no puedo asegurar que haya leído a Kant, y si lo leyó qué habrá entendido); sus errores eran tan irrisorios que sus alumnos no lo tomaban en serio, y eran objeto de divertidos comentarios. Admito que en este orden de cosas «como muestra no basta un botón», pero ¡cuántos casos como ese se habrán multiplicado por España!

 

Detengámonos ahora en el argumento central. El término eutanasia es la transcripción del griego euthanasía, que en la literatura helénica clásica significaba «muerte dulce y bella». El concepto era un rasgo más de la antropología humanista que ha alimentado la cultura occidental; no había referencia alguna al suicidio y al homicidio. Pensemos en la kalokagathía platónica: verdad, bondad y belleza inseparables (kalós además de bello significa auténtico, noble, ideal). En algún tiempo, eutanasia era definida como «muerte por piedad» –así se hablaba, por ejemplo, entre nosotros- piedad en el sentido de lástima, misericordia, conmiseración; algo así como «te mato para que no sufras». Al parecer ya no se emplea corrientemente esa explicación. En cambio, el contenido de la legislación decidida por el parlamento español se inscribe en el ámbito de una concepción subjetivista y relativista de los derechos humanos, que por desgracia se ha convertido en un componente del nuevo desorden mundial. Tal situación, hace necesaria que cuando la Iglesia emplea en su enseñanza oficial el concepto de derechos humanos, se eluda una interpretación constructivista de los mismos, y se cuide que el descenso a los fieles a través de la instrucción o la predicación ordinarias conserve la concepción correcta, la que ha sido recogida en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado gracias al celo pastoral de San Juan Pablo II.

 

Es gravísima la pretensión de considerar a la eutanasia y el suicidio asistido como un derecho que los ciudadanos deben pagar con sus impuestos, «derecho humano y civil amparado por la constitución». El criterio del sufrimiento intolerable para reclamar la muerte es absolutamente subjetivo, como la ciencia médica lo reconoce. He leído con asombro lo que ocurre en Canadá, donde muchos médicos decidieron emigrar o abandonar la profesión debido a la coacción que sufrían. Se sabe que la situación ha desencadenado una crisis en el ámbito hospitalario a causa de las presiones que se ejercen para que los pacientes soliciten poner fin a su vida. ¡Y Canadá suele ser presentado como un paradigma de la democracia! Esto es un verdadero escándalo, que introduce una revolución antihumana en la profesión destinada a servir a la vida.

 

La postura cristiana tiene antecedentes en otras culturas. Cito como ejemplo un poema babilonio protagonizado por un «justo sufriente»: «El día es suspiro; la noche, lágrimas; el mes es silencio, duelo es el año». Pero es en la Sagrada Escritura donde hallamos un itinerario de interpretación del dolor humano y su sentido, que aparece vinculado al misterio del pecado, el cual ha menoscabado la condición humana. El Libro de Job, cuya composición según los exégetas se ha desarrollado en varias etapas entre los siglos V y II antes de Cristo, trata de modo incisivo y conmovedor el caso del sufrimiento de un hombre, que requiere la compasión (el «sufrir con») y la compañía de sus amigos. La insensata de su mujer le dijo: «¿Todavía vas a mantenerte firme en tu integridad? Maldice a Dios y muere de una vez». Los amigos, en sus discursos doctos, pretenden que reconozca –según la tesis judía tradicional- que sufre porque ha pecado. Job se confía laboriosamente en la Providencia misteriosa de Dios, cuyos caminos difieren immensamente de los caminos humanos.

Otro testimonio bíblico: en el Libro de Isaías, entre los capítulos 42 y 53 se encuentran cuatro cánticos del Servidor del Señor; el último (Is. 52, 13-53,12) es una cumbre de la revelación del Antiguo Testamento. El sufrimiento del Servidor es una profecía de la Pasión de Jesús, que ofreció al Padre el sacrificio de la reconciliación de los hombres; una frase de ese poema, «por sus llagas fuimos sanados» ha sido asumida en la Primera Carta de Pedro (2, 24): hoûto molopí iáthete (fueron ustedes sanados). El sustantivo griego molops (livor, en latín) designa las marcas que dejan las heridas; son, por ejemplo, esas manchas moradas o amoratadas que se llaman cardenales. El término se encuentra en singular, aunque evidentemente tiene sentido colectivo. El tema es un elemento central de la fe cristiana: Cristo, el inocente, como ya he adelantado, asumió libremente el sufrimiento y la muerte como un sacrificio de reparación y reconciliación de los hombres, pecadores, con el Dios justo, fiel y misericordioso.

 

La escritora de origen judío Simone Weil en su obra La pesanteur et la grâce (1948) escribió magníficamente que la Cruz del salvador es lo que confiere sentido al sufrimiento de los hombres si se unen a ella por la fe y el amor: «La única fuente de claridad lo suficientemente luminosa para esclarecer la desgracia, es la Cruz de Cristo. En cualquier época, en cualquier país, allí donde hay una desgracia, la Cruz de Cristo es para ella la verdad». La esperanza del que sufre tiene un solo apoyo, que permite superar la tentación de deseseperar. Según Charles Péguy «esperar es lo difícil, en voz baja y con vergüenza. Y lo fácil y el declive es desesperar, esa es la gran tentación» (Le Porche du mystère de la deuxième Vertu). Padecer con Cristo, uniendo nuestros sufrimientos a los suyos, con la esperanza cierta de que más allá del túnel tenebroso de la muerte participaremos de la gloria de su resurrección; este es el argumento central de la predicación cristiana desde los tiempos apostólicos. En esa verdad reside la sabiduría, que es sabiduría misteriosa de Dios, como enseña San Pablo (theoû sophían en mysterío, 1 Cor. 2, 7)

En su comentario a este pasaje, Santo Tomás de Aquino explica que el Apóstol emplea para dirigirse a los Corintios una sabiduría espiritual, una profunda doctrina que destina a quienes puede considerarse perfectos: aquellos cuya mente está elevada sobre todo lo carnal y sensible, de modo que pueden captar las realidades espirituales e inteligibles y cuya voluntad está elevada sobre todo lo temporal y unida sólo a Dios y sus preceptos… Esta sabiduría –afirma- no es la mundana, que profesan los dirigentes de este mundo (pensemos en los legisladores españoles que han votado a favor de la eutanasia), sino una sabiduría según Dios (In I Ad Corinthios, Caput II). Se trata del reconocimiento del orden natural de la Creación, que el pensador honesto y no ideologizado puede alcanzar aunque carezca de las luces de la fe, y que ésta asegura a los creyentes.

 

Ya que he citado aquí al Doctor Angélico, anoto lo que afirma sobre el precepto de no matar: «El Decálogo prohíbe el homicidio en cuanto que es un acto indebido; en este sentido el precepto (de no matar) incluye la idea de justicia. La ley humana no puede lícitamente conceder que un hombre sea indebidamente privado de su vida» (Suma Teológica I-II, q.100, a. 8, ad 3m). En el siglo XIII Tomás no podía referirse a la eutanasia, que hubiera sido para él un hecho claramente anticristiano. Sin embargo, su reflexión sobre el homicidio permite considerar ese acto como injusto.

 

El cuidado pastoral que la Iglesia dispense a los enfermos se hace más intenso en la caridad, cuando se trata de acompañar a los que sufren esas dolencias incurables que se pretende resolver con la eutanasia; al enfermo y a sus familiares pueden llegarles entonces la verdad, que permite superar las tentaciones de la desesperación y afirmarse en la esperanza. Me refiero al mensaje de la Cruz; como canta bellamente un himno litúrgico consagrado a ella: «Solo tú fuiste digna de sostener al precio del mundo, de preparar un puerto al mundo náufrago». Pero este mensaje central de salvación tiene que hacerse cultura; así sucede en una sociedad cristiana. La descristianización que ha sufrido la sociedad española, y el ateísmo abierto de los gobiernos socialistas dan razón a la posibilidad de legalizar conductas inmorales, criminales. Basta evocar la conocida manifestación de Jean Paul Sartre: «Si Dios no existe, todo está permitido». Seguramente, muchos españoles padecen esta situación que se ha impuesto, el despeñarse de la España católica; este último verbo, en su acepción figurada significa «entregarse ciegamente a pasiones, vicios o maldades». Es una caída desde la propia identidad a la ruina y la perdición. No se me oculta que estos términos son muy severos; no los aplico a las personas, cualesquiera de ellas, que merecen mi respeto y preocupación como pastor, sino a la transformación de una sociedad, una cultura, un modo de vida.

 

¿Es posible una reacción, una recuperación? Considero de máxima importancia preparar aquellos cambios políticos necesarios para reemplazar la democracia electoralista, fundada en el número, por una democracia fundada en principios objetivos, en el respeto de las condicioens irrenunciables de la naturaleza humana y su proyección en la vida social. Los jóvenes, sobre todo aquellos que no han sucumbido ante las presiones de una enseñanza ajena a las mejores tradiciones de la Nación, han de ser convocados a esa tarea de reconstrucción; ellos son sujetos de esperanza. Por su parte, la Iglesia, sin falsos temores, que paralizan e inducen a aceptar lo «políticamente correcto», debe retomar una obra evangelizadora integral, presentando en toda su pureza y actualidad la doctrina católica, que es kerygma portador de luz y fortaleza.

 

Concluyo con una boutade que enuncia algo tremendo. En la España de hoy, los padres –mediante el aborto- pueden matar a sus hijos; ahora –con la legalización de la eutanasia- los hijos pueden matar a sus padres.

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