Es penoso tener
que recordar que en la descatolización de España ha jugado un papel importante
el progresismo eclesiástico; ha sido una concausa en todos los órdenes del
derrumbe de la catolicidad. La enseñanza heterodoxa, durante décadas, de
teólogos que con sus clases y sus publicaciones han inficionado al clero
causando estragos doctrinales y espirituales, también envenenaron la formación
de generaciones de seminaristas.
Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica, 07/04/21
No hace mucho,
InfoCatólica publicó una nota mía titulada Mala memoria. En ella me refería al
propósito del gobierno socialista-comunista español de desmontar el magnífico
complejo cultural y religioso del Valle de los Caídos; que comenzó a ejecutarse
con el retiro del lugar de los restos del antiguo Jefe de Estado, Generalísimo
Francisco Franco Bahamonde. La izquierda española no deja de referirse, con el
rencor arraigado que la caracteriza, a lo que llama «crímenes del franquismo».
Pero su memoria tuerta o hemipléjica la obliga a olvidar la cruenta persecución
de la Iglesia y las terribles matanzas que ejecutaron sus antepasados rojos
durante la guerra civil, especialmente en los comienzos, en 1936: once obispos
y miles de scerdotes asesinados, como asimismo otra gente ilustre, por la sola
razón de ser católicos.
En mi trabajo yo
reproducía fragmentos de la oda de Paul Claudel «A los mártires españoles»,
publicada casi contemporáneamente a los hechos y traducida de inmediato por uno
de los grandes escritores argentinos, Leopoldo Marechal. En su poema, Claudel
encomiaba con emoción y entusiasmo la obra evangelizadora de la España
católica. El intento, por mi denunciado, contra aquel centro religioso y
cultural, tenía en mi opinión un carácter fuertemente simbólico: representaba
la obra de descatolización de España, que equivale a una «desespañolización»,
operada en las últimas décadas por los gobiernos seudodemocráticos, que han
logrado imponer sucesivamente la legalización del divorcio, del «matrimonio»
homosexual, del aborto, la ateización de la sociedad, y el crecimiento en ella
de la presencia islámica, que por otra parte tiene valiosos antecedentes de
arte y cultura en la historia nacional.
Ahora se ha
avanzado con otro paso siniestro: la aprobación legal de la eutanasia. La
democracia electoralista, en la que reina el número sometiendo a la verdad, ha
hecho posible al parlamento (202 votos contra 141 y dos abstenciones) imponer
los criterios subjetivistas, contra la objetividad de la ley natural y la Ley
revelada por Dios, que prohiben el suicidio y el homicidio. España es así el
séptimo país en el mundo, y el cuarto en Europa, en legalizar la eutanasia,
detrás de los Países Bajos, Luxemburgo, Canadá, Nueva Zelanda y Colombia. La
disposición incluye algunos lindes o cotos que muchos podrán invocar como
razones para aceptar la ley. Están en condiciones de poner fin a su vida los
mayores de edad que «padezcan enfermedades incurables, crónicas e
inhabilitantes, que estén en fase terminal, carezcan de esperanza de disfrutar
de una existencia digna y soporten sufrimientos intolerables». La solicitud
debe ser formulada por escrito (¿podrán escribir? si no pueden, ¿quién firmará
el pedido?), sin presiones (¿cómo podrá segurarse esta condición?), y repetirla
a los quince días; se exige además que se hayan explicado al paciente las
características del procedimiento y la posibilidad de recurrir como alternativa
a cuidados paliativos integrales. También podrá cambiar su decisión en
cualquier momento, y si es autorizado, a retrasar la aplicación todo lo que
desee. Se establece que el trámite debe ser analizado y aprobado por un par de
médicos (a quienes se permite acogerse a la objeción de conciencia), y el
último visto bueno estará a cargo de una Comisión de Evaluación integrada por
personal médico, de enfermería y juristas que supervisará cada caso. Como se
ve, serán crímenes remilgados.
El Ejecutivo
socialista ofrece una interpretación inaceptable por medio de la Ministro de la
Salud: «España avanza por el reconocimiento de los derechos, así como en una
sociedad más justa y decente». Familiares de pacientes, que venían reclamando
desde hace tiempo por una ley de aprobación, aportan su aplauso: «Se trata de
un derecho y no de una obligación, además de significar un ejemplo de empatía
legislativa para no añadir sufrimiento jurídico a quienes padecen una situación
de salud irreparable». Dirigentes de partidos opositores han reaccionado
condignamente; expresaron la posibilidad de plantear un recurso de
inconstitucionalidad, porque estiman que se han sobrepasado los límites de un
estado democrático. Esperan igualmente que un cambio de las mayorías
parlamentarias permita derogar la ley. El número es lo que decide; Su Majestad
el Rey, cumpliendo muy bien el papel que tiene asignado –que yo sepa- guardó
silencio.
La Conferencia
Episcopal, como no podía ser de otra manera, expresó su rechazo a esa práctica
que «siempre es una forma de homicidio». Es penoso tener que recordar que en la
descatolización de España ha jugado un papel importante el progresismo
eclesiástico; ha sido una concausa en todos los órdenes del derrumbe de la
catolicidad. La enseñanza heterodoxa, durante décadas, de teólogos que con sus
clases y sus publicaciones han inficionado al clero causando estragos
doctrinales y espirituales, también envenenaron la formación de generaciones de
seminaristas. Quiero destacar especialmente los errores en materia de teología
moral, contenidos en manuales que se difundieron en los países de lengua
castellana. Recuerdo, por conocimiento directo, personal, el caso de algún
jesuita español que en los años 80 enseñaba en la Argentina. Hombre de
mentalidad kantiana (digo mentalidad porque no puedo asegurar que haya leído a
Kant, y si lo leyó qué habrá entendido); sus errores eran tan irrisorios que
sus alumnos no lo tomaban en serio, y eran objeto de divertidos comentarios.
Admito que en este orden de cosas «como muestra no basta un botón», pero
¡cuántos casos como ese se habrán multiplicado por España!
Detengámonos ahora
en el argumento central. El término eutanasia es la transcripción del griego
euthanasía, que en la literatura helénica clásica significaba «muerte dulce y
bella». El concepto era un rasgo más de la antropología humanista que ha
alimentado la cultura occidental; no había referencia alguna al suicidio y al
homicidio. Pensemos en la kalokagathía platónica: verdad, bondad y belleza
inseparables (kalós además de bello significa auténtico, noble, ideal). En
algún tiempo, eutanasia era definida como «muerte por piedad» –así se hablaba, por
ejemplo, entre nosotros- piedad en el sentido de lástima, misericordia,
conmiseración; algo así como «te mato para que no sufras». Al parecer ya no se
emplea corrientemente esa explicación. En cambio, el contenido de la
legislación decidida por el parlamento español se inscribe en el ámbito de una
concepción subjetivista y relativista de los derechos humanos, que por
desgracia se ha convertido en un componente del nuevo desorden mundial. Tal
situación, hace necesaria que cuando la Iglesia emplea en su enseñanza oficial
el concepto de derechos humanos, se eluda una interpretación constructivista de
los mismos, y se cuide que el descenso a los fieles a través de la instrucción
o la predicación ordinarias conserve la concepción correcta, la que ha sido recogida
en el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado gracias al celo
pastoral de San Juan Pablo II.
Es gravísima la
pretensión de considerar a la eutanasia y el suicidio asistido como un derecho
que los ciudadanos deben pagar con sus impuestos, «derecho humano y civil
amparado por la constitución». El criterio del sufrimiento intolerable para
reclamar la muerte es absolutamente subjetivo, como la ciencia médica lo
reconoce. He leído con asombro lo que ocurre en Canadá, donde muchos médicos decidieron
emigrar o abandonar la profesión debido a la coacción que sufrían. Se sabe que
la situación ha desencadenado una crisis en el ámbito hospitalario a causa de
las presiones que se ejercen para que los pacientes soliciten poner fin a su
vida. ¡Y Canadá suele ser presentado como un paradigma de la democracia! Esto
es un verdadero escándalo, que introduce una revolución antihumana en la
profesión destinada a servir a la vida.
La postura
cristiana tiene antecedentes en otras culturas. Cito como ejemplo un poema
babilonio protagonizado por un «justo sufriente»: «El día es suspiro; la noche,
lágrimas; el mes es silencio, duelo es el año». Pero es en la Sagrada Escritura
donde hallamos un itinerario de interpretación del dolor humano y su sentido,
que aparece vinculado al misterio del pecado, el cual ha menoscabado la
condición humana. El Libro de Job, cuya composición según los exégetas se ha
desarrollado en varias etapas entre los siglos V y II antes de Cristo, trata de
modo incisivo y conmovedor el caso del sufrimiento de un hombre, que requiere
la compasión (el «sufrir con») y la compañía de sus amigos. La insensata de su
mujer le dijo: «¿Todavía vas a mantenerte firme en tu integridad? Maldice a
Dios y muere de una vez». Los amigos, en sus discursos doctos, pretenden que
reconozca –según la tesis judía tradicional- que sufre porque ha pecado. Job se
confía laboriosamente en la Providencia misteriosa de Dios, cuyos caminos
difieren immensamente de los caminos humanos.
Otro testimonio
bíblico: en el Libro de Isaías, entre los capítulos 42 y 53 se encuentran
cuatro cánticos del Servidor del Señor; el último (Is. 52, 13-53,12) es una
cumbre de la revelación del Antiguo Testamento. El sufrimiento del Servidor es
una profecía de la Pasión de Jesús, que ofreció al Padre el sacrificio de la
reconciliación de los hombres; una frase de ese poema, «por sus llagas fuimos
sanados» ha sido asumida en la Primera Carta de Pedro (2, 24): hoûto molopí
iáthete (fueron ustedes sanados). El sustantivo griego molops (livor, en latín)
designa las marcas que dejan las heridas; son, por ejemplo, esas manchas
moradas o amoratadas que se llaman cardenales. El término se encuentra en
singular, aunque evidentemente tiene sentido colectivo. El tema es un elemento
central de la fe cristiana: Cristo, el inocente, como ya he adelantado, asumió
libremente el sufrimiento y la muerte como un sacrificio de reparación y
reconciliación de los hombres, pecadores, con el Dios justo, fiel y
misericordioso.
La escritora de
origen judío Simone Weil en su obra La pesanteur et la grâce (1948) escribió
magníficamente que la Cruz del salvador es lo que confiere sentido al
sufrimiento de los hombres si se unen a ella por la fe y el amor: «La única
fuente de claridad lo suficientemente luminosa para esclarecer la desgracia, es
la Cruz de Cristo. En cualquier época, en cualquier país, allí donde hay una
desgracia, la Cruz de Cristo es para ella la verdad». La esperanza del que
sufre tiene un solo apoyo, que permite superar la tentación de deseseperar.
Según Charles Péguy «esperar es lo difícil, en voz baja y con vergüenza. Y lo
fácil y el declive es desesperar, esa es la gran tentación» (Le Porche du
mystère de la deuxième Vertu). Padecer con Cristo, uniendo nuestros
sufrimientos a los suyos, con la esperanza cierta de que más allá del túnel
tenebroso de la muerte participaremos de la gloria de su resurrección; este es
el argumento central de la predicación cristiana desde los tiempos apostólicos.
En esa verdad reside la sabiduría, que es sabiduría misteriosa de Dios, como
enseña San Pablo (theoû sophían en mysterío, 1 Cor. 2, 7)
En su comentario a
este pasaje, Santo Tomás de Aquino explica que el Apóstol emplea para dirigirse
a los Corintios una sabiduría espiritual, una profunda doctrina que destina a
quienes puede considerarse perfectos: aquellos cuya mente está elevada sobre
todo lo carnal y sensible, de modo que pueden captar las realidades
espirituales e inteligibles y cuya voluntad está elevada sobre todo lo temporal
y unida sólo a Dios y sus preceptos… Esta sabiduría –afirma- no es la mundana,
que profesan los dirigentes de este mundo (pensemos en los legisladores
españoles que han votado a favor de la eutanasia), sino una sabiduría según
Dios (In I Ad Corinthios, Caput II). Se trata del reconocimiento del orden
natural de la Creación, que el pensador honesto y no ideologizado puede
alcanzar aunque carezca de las luces de la fe, y que ésta asegura a los
creyentes.
Ya que he citado
aquí al Doctor Angélico, anoto lo que afirma sobre el precepto de no matar: «El
Decálogo prohíbe el homicidio en cuanto que es un acto indebido; en este
sentido el precepto (de no matar) incluye la idea de justicia. La ley humana no
puede lícitamente conceder que un hombre sea indebidamente privado de su vida»
(Suma Teológica I-II, q.100, a. 8, ad 3m). En el siglo XIII Tomás no podía
referirse a la eutanasia, que hubiera sido para él un hecho claramente
anticristiano. Sin embargo, su reflexión sobre el homicidio permite considerar
ese acto como injusto.
El cuidado
pastoral que la Iglesia dispense a los enfermos se hace más intenso en la
caridad, cuando se trata de acompañar a los que sufren esas dolencias
incurables que se pretende resolver con la eutanasia; al enfermo y a sus
familiares pueden llegarles entonces la verdad, que permite superar las
tentaciones de la desesperación y afirmarse en la esperanza. Me refiero al
mensaje de la Cruz; como canta bellamente un himno litúrgico consagrado a ella:
«Solo tú fuiste digna de sostener al precio del mundo, de preparar un puerto al
mundo náufrago». Pero este mensaje central de salvación tiene que hacerse
cultura; así sucede en una sociedad cristiana. La descristianización que ha
sufrido la sociedad española, y el ateísmo abierto de los gobiernos socialistas
dan razón a la posibilidad de legalizar conductas inmorales, criminales. Basta
evocar la conocida manifestación de Jean Paul Sartre: «Si Dios no existe, todo
está permitido». Seguramente, muchos españoles padecen esta situación que se ha
impuesto, el despeñarse de la España católica; este último verbo, en su
acepción figurada significa «entregarse ciegamente a pasiones, vicios o
maldades». Es una caída desde la propia identidad a la ruina y la perdición. No
se me oculta que estos términos son muy severos; no los aplico a las personas,
cualesquiera de ellas, que merecen mi respeto y preocupación como pastor, sino
a la transformación de una sociedad, una cultura, un modo de vida.
¿Es posible una
reacción, una recuperación? Considero de máxima importancia preparar aquellos
cambios políticos necesarios para reemplazar la democracia electoralista,
fundada en el número, por una democracia fundada en principios objetivos, en el
respeto de las condicioens irrenunciables de la naturaleza humana y su
proyección en la vida social. Los
jóvenes, sobre todo aquellos que no han sucumbido ante las presiones de una
enseñanza ajena a las mejores tradiciones de la Nación, han de ser convocados a
esa tarea de reconstrucción; ellos son sujetos de esperanza. Por su parte, la
Iglesia, sin falsos temores, que paralizan e inducen a aceptar lo
«políticamente correcto», debe retomar una obra evangelizadora integral,
presentando en toda su pureza y actualidad la doctrina católica, que es kerygma
portador de luz y fortaleza.
Concluyo con una
boutade que enuncia algo tremendo. En la España de hoy, los padres –mediante el
aborto- pueden matar a sus hijos; ahora –con la legalización de la eutanasia-
los hijos pueden matar a sus padres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario