POR JORGE MARTÍNEZ
La Prensa,
26.03.2023
Con el título
general de La verdad los hará libres, la editorial Planeta ha comenzado la
publicación de la vasta obra encargada por la Conferencia Episcopal Argentina
que se propone indagar en el papel de la Iglesia en los años de la violencia
política que desgarró al país entre 1966 y 1983.
El trabajo,
dirigido por la Facultad de Teología de la UCA, se compone de tres gruesos tomos, de los
cuales ya se publicaron dos. Este artículo se ocupará del primero de ellos, que
lleva el subtítulo “La Iglesia Católica en la espiral de violencia de la
Argentina entre 1966 y 1983”. Una nota posterior abordará el segundo volumen.
Se trata de una
obra colectiva, dividida en una introducción, dos partes y 15 capítulos, que
sigue un ordenamiento más temático que cronológico y con el tono y estilo de
los estudios académicos (todos los autores son sacerdotes, religiosas o laicos
con títulos universitarios especializados). Aunque la pretensión ha sido
imprimirle una estructura unitaria, el libro tiene un carácter más bien
parcelado, ya sea por los asuntos que aborda cada capítulo, por la diferencia
en los énfasis y matices o por la extensión.
Donde no hay
diferencias es en el enfoque general, presente desde la extensa introducción
teórica a cargo del P. Carlos M. Galli hasta el último capítulo que trata de la
participación de católicos en distintos organismos de derechos humanos. Es muy
perceptible la intención de relativizar el desempeño de hombres y mujeres de la
línea progresista de la Iglesia en la gestación de lo que llama “procesos de
violencia”, en tanto se cargan las tintas, a veces de manera desproporcionada,
en la función que le cupo al denominado “integrismo” o “nacional-catolicismo”
en esos mismos procesos, especialmente a partir de 1976.
El CONCILIO
Esta discrepancia
va de la mano de una concepción de la Iglesia, la fe y la religión que excede
el marco histórico del trabajo, pero que ciertamente le da forma. Una y otra
vez los autores se sienten llamados a reivindicar el Concilio Vaticano II (al
que consideran “el mayor acontecimiento del Espíritu del siglo XX”), y los
cambios y reformas que promovió en una década atravesada, en el plano secular,
por ideas revolucionarias, insurreccionales o contraculturales.
Aunque reconocen
que la “recepción” del CVII generó conflictos entre prelados, sacerdotes y
fieles argentinos, enmarcan esas tensiones en el clima de una época signada por
“pasiones”, ideas transformadoras y el anhelo de hacer realidad la “opción
preferencial por los pobres”, postulada a partir de la Segunda Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano de Medellín, Colombia, en 1968.
El vínculo directo
entre esos postulados renovadores y la aceptación, incitación o fomento de la
lucha armada como método para lograr las “transformaciones” que se juzgaban
necesarias, no se analiza con la claridad, contundencia o valentía que
requeriría ese aspecto tan doloroso en la vida de la Iglesia. A veces los
autores llegan más lejos y rondan la justificación. Un ejemplo se ve en estas
líneas del capítulo 10 que se refieren a los cristianos que abrazaron el
“compromiso revolucionario”: “En algunos casos, jóvenes cristianos con
inquietudes hacia la vida religiosa, hicieron un proceso personal en el que
sintieron que la radicalidad del Evangelio les pedía la opción por la lucha
armada, en pro de la ‘liberación de los pobres’”. Acto seguido incluyen en esa
abnegada categoría a dos miembros del ERP, dos oficiales de Montoneros y al
autoproclamado “capellán” de esa banda, Jorge Adur, sacerdote de los Agustinos
Asuncionistas, apresado y desaparecido en 1980 como parte de una
“contraofensiva” guerrillera ordenada desde el exterior.
En cambio, es
mucho más clara la condena al “integrismo” desde el momento en que se lo
califica, sin retaceos, como el inspirador intelectual del “militarismo” que
fundamentó los métodos de la represión ilegal a partir de 1976. Ubican en esa
categoría a movimientos como Ciudad Católica de Jean Ousset y la revista Verbo,
a los padres Julio Meinvielle, Alberto Ezcurra y Alfredo Sáenz, a los libros La
Iglesia Clandestina de Carlos Sacheri y Fuerzas Armadas: ética y represión de
Marcial Castro Castillo (seudónimo de Edmundo Gelonch Villarino), al Seminario
de Paraná, a la revista Mikael, al Vicariato Castrense, a los capellanes
militares y muy especialmente a los obispos Adolfo Tortolo y Victorio Bonamín.
Aquí los autores
obran con deslealtad. A excepción de unos breves párrafos o títulos extraídos
del libro de Sacheri, las fuentes de este apartado son todas publicaciones
académicas recientes, mayormente seculares y con un evidente sesgo crítico. Por
ejemplo, no hay una sola cita directa significativa de las muchas obras de
Meinvielle (a las que se enumera parcialmente en una nota a pie de página). De
los libros de Ezcurra y Gelonch Villarino se extraen pasajes recortados de su
contexto argumentativo general. Tampoco hay citas de los numerosos trabajos del
P. Sáenz, a quien no entrevistaron de forma directa, ni extractos
representativos y fieles de los artículos de la revista Mikael. No hay
reportajes a otros representantes de esa línea que siguen con vida y podrían
haber aportado opiniones de valor.
Del otro lado, a
la hora de analizar el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSTM), en
el que se quiere ver a “la parte más dinámica del clero de nuestro período”, la
fuente principal son los mismos protagonistas, no sus críticos. Son ellos quienes,
a través de testimonios directos o recogidos en fuentes secundarias, se
explican, valoran, justifican y, en un par de casos, se autocritican examinando
a la distancia el papel que tuvieron dentro de la Iglesia.
Las intensas
polémicas desatadas por su desafiante pastoral, que en 1970 fueron merecedoras
de un documento reprobatorio de la Comisión Permanente del Episcopado que el
libro refiere en una línea y de una declaración pública firmada por 150
presbíteros que los objetaban, se consignan desde su punto de vista, incluso a
través de las décadas. Así, los padres Miguel Ramondetti o Lucio Gera (acaso el
gran mentor intelectual de todo el libro) aparecen refutando en diálogos muy
posteriores las críticas que en su momento les formularon Meinvielle o Sacheri,
quienes ya no pueden replicar. Por otro lado, la muerte en accidente de
Meinvielle en agosto de 1973, que para algunos sigue siendo dudosa, y el
asesinato de Sacheri en diciembre de 1974 cuando salía de misa rodeado de su
familia, no suscitan ninguna reflexión en los autores, que apenas si mencionan
esos datos. Curioso destino el de estos temibles “teóricos” del militarismo a
los que “alguien” se encargó de eliminar bastante antes de que sus presuntas
enseñanzas se llevaran a la práctica.
TOMAR LAS ARMAS
Hay un gran
interés en acotar el grado de participación directa que tuvieron los sacerdotes
tercermundistas en los grupos armados. El deslinde es atendible pero podría dar
la impresión de que en los años ‘60 y ‘70 sólo ejerció violencia quien empuñó
un fusil. En el libro no hay una conclusión unívoca respecto del papel de los
sacerdotes y religiosos que fomentaron ese clima de violencia con sus confusas
exhortaciones a buscar la liberación, la revolución y el socialismo. Si bien
figuran algunas reflexiones aclaratorias del P. Galli en la parte introductoria
y más adelante se incluyen testimonios elocuentes en el mismo sentido, incluso
de parte de obispos en ejercicio o eméritos, se percibe una voluntad por
retacear una condena que no se privan de dirigir a los pretendidos teóricos del
bando “represor”.
La divergencia es
más profunda y deriva de una discutible comprensión general de lo sucedido en
aquellos decenios. A tono con la historiografía establecida sobre la época, los
autores se empecinan en relativizar la amenaza subversiva según se la entendía
en el contexto de su tiempo.
Esto se expresa en
las fuentes con las que trabajan, en la periodización de los hechos y hasta en
el lenguaje que utilizan, discordante con una obra que se propone aportar una
mirada católica que supere las diferencias de antaño. Por eso no vacilan en
emplear expresiones como “Onganiato”, “Devotazo” o “Camarón”. Aluden a la
“defensa de una supuesta civilización occidental y cristiana”. Descreen de la
“llamada lucha contra la subversión” o la “denominada eliminación de la
subversión”. Vuelven al trajinado “mito de la nación católica”; se indignan
porque los miembros de Ciudad Católica eran “Anticomunistas acérrimos,
postulaban una sociedad católica orgánica e integrada, basada en jerarquías
naturales”; parecen cuestionar a quien en 1975 lanzó una campaña promoviendo el
rezo del Santo Rosario entre los militares que actuaban en la Operación
Independencia; insisten en que en aquel tiempo se dio la “creación” o “construcción”
de un enemigo interno a instancias de teólogos y sacerdotes “integristas”.
A todo lo largo
del volumen de casi un millar de páginas se habla con vaguedad de “las
violencias” o la “espiral de violencia” o “los procesos de violencia”, por un
lado, fenómenos difusos a los que se contrapone el monolítico “terrorismo de
Estado”, concepto en sí mismo objetable y acerca de cuyo origen y utilización
propagandística un libro orientado a la verdad histórica habría hecho bien en
estudiar y matizar.
Esta voluntad de
disminuir o subestimar la existencia de un peligro objetivo que amenazaba toda
una forma de vida en sociedad queda resumida en este párrafo insólito de la
página 485, que extiende el escepticismo a toda la historia del comunismo y a
la trágica relevancia que tuvo en el siglo XX: “En el período que estudiamos
imperaba la firme convicción de que la Unión Soviética comandaba un plan para
apoderarse del mundo occidental, mediante el apoyo a los partidos, movimientos
o agrupaciones que enfrentaran a las autoridades establecidas. Tanto en (Jean)
Ousset, como en muchos católicos contrarrevolucionarios arriba presentados,
detrás de cualquier intento de reforma del sistema capitalista, de
reivindicación de la causa de los pobres, de anhelo de cambio social, late el
influjo ideológico y político del comunismo internacional, que intentaba minar
los cimientos mismos de la ‘supuesta’ civilización occidental y cristiana.
Esto, que a la distancia de medio siglo nos parece una cosmovisión impregnada
de rasgos paranoicos, constituía un tormentoso clima de época cuyo influjo se
integró como un acervo ideológico en la cultura política y eclesial. En este
clima de ideas y de pasiones, marcado por un paradigma católico
contrarrevolucionario, no faltaron sacerdotes que contribuyeron a la formación
de los militares argentinos, que protagonizaron el terrorismo de Estado”.
LOS DOCUMENTOS
Debe lamentarse
también que, salvo en el capítulo 14 que analiza las actas de algunas Asambleas
Plenarias de la Conferencia Episcopal Argentina entre 1975 y 1984, en este
primer volumen prácticamente no se utilizan documentos reservados del
Episcopado, la Nunciatura Apostólica y la Secretaría de Estado de la Santa
Sede. Los directores de la obra prefirieron concentrarlos en el segundo tomo,
que corresponde al período 1976-1983.
Falta por lo tanto
la visión íntima de la Iglesia argentina y universal sobre los hechos más
relevantes ocurridos en el país en los diez años previos al golpe de 1976. No
se accede a las opiniones de los obispos sobre el régimen de Juan Carlos
Onganía y su mezcla de nacionalistas, católicos y liberales; nada sobre el
“Cordobazo”, los penosos conflictos entre sacerdotes y prelados en Córdoba,
Rosario, Corrientes y Mendoza; el enigmático crimen de Augusto Vandor en 1969; el
auge del MSTM; el misterioso secuestro y asesinato de Pedro Eugenio Aramburu en
1970 y la formación católica de sus autores o instigadores; las repetidas tomas
de ciudades y pueblos (La Calera, Garín, Gonnet, San Jerónimo Norte); los
crímenes en un mismo día de 1972 del general Juan Carlos Sánchez, jefe del II
Cuerpo de Ejército, y del presidente de la FIAT en el país, Oberdán Sallustro;
los insondables devaneos políticos de Juan Domingo Perón y su disputa con el
presidente Alejandro A. Lanusse; la designación de Héctor Cámpora como
candidato presidencial peronista, su triunfo electoral y la liberación de
cientos de guerrilleros presos el día mismo de su asunción.
Tampoco conocemos
lo que pensaban las jerarquías de la Iglesia sobre un magnicidio como el de
José Ignacio Rucci, en septiembre de 1973, o el crimen, en mayo del año
siguiente, del P. Carlos Mugica, quien para esa fecha había roto sus vínculos
con Montoneros y no ocultaba su arrepentimiento por haber fomentado el
extremismo que desangraba al país (hay algunos testigos vivos de ese doloroso
proceso personal y pertenecen al cuestionado sector “integrista”).
Se incluyen, en
cambio, meritorias opiniones, públicas o recabadas en el último decenio por
pedido de la Conferencia Episcopal, de obispos actuales o recientes que
recuerdan sus experiencias en los años de la violencia. Merecen destacarse los
testimonios de monseñor Jorge Casaretto, monseñor Carmelo Giaquinta y monseñor
José María Arancedo, tres prelados de línea “moderada” que no temen usar la palabra
“marxismo” y registran todo el arco del extremismo armado, incluyendo sus
orígenes en grupos de jóvenes sometidos a una deformada prédica religiosa.
Casaretto comparte
fragmentos de una carta escrita en octubre de 1975 en la que relata la
estremecedora experiencia de haber asistido al asesinato de cinco policías
emboscados por Montoneros a metros de la catedral de San Isidro un domingo a la
mañana. “El espectáculo fue algo que creo que nunca podré borrar de mi mente
-escribió-. Era la guerra que había visto en películas. Cinco cuerpos tirados
medio deshechos, dos autos acribillados, sangre, desorden. Seguramente no
habrán pasado ni 30 segundos hasta que llegó otra persona, pero esos 30
segundos parecieron una especie de eternidad y fueron para mí la realidad más
cruda de la impotencia del hombre”. Semanas después perduraba la conmoción. “Es
realmente la guerra -insistió Casaretto en una nueva carta-. Los sentimientos
del momento son un tanto aterradores. No por miedo personal. Sí por miedo de no
saber cómo vamos a salir de todo esto. Vivir de cerca una acción terrorista es
el mejor medio de no creer para nada en esos métodos”.
También es
revelador el testimonio de monseñor Jorge Lozano, aunque por otros motivos.
Registrado en 2013 el relato evoca los contactos que el Episcopado de esa época
mantuvo con “casi todos los organismos de derechos humanos” y con figuras como
Hebe de Bonafini y Horacio Verbitsky, además de con el entonces secretario de
Derechos Humanos, Juan Martín Fresneda. Agrega luego lo que esos organismos y
personas decían esperar de la Iglesia. “Algunos lo que quisieran escuchar es
que digamos que Tortolo se equivocó o que Bonamín dijo algo contrario a la
doctrina, o que tales capellanes fueron cómplices de los asesinos -observó
monseñor Lozano-. Eso es lo que muchos de ellos esperan. Y otros esperan que si
tenemos datos los digamos. Si sabemos de un cementerio clandestino, lo digamos.
Si sabemos que los niños apropiados en tal lugar fueron dados en adopción a
determinadas familias, lo digamos. Si tenemos alguna pista, que la digamos
(…)”.
Concluida la
lectura, no caben dudas de que este libro monumental y a la vez incompleto se
ha propuesto cumplir con la primera parte de la exigente demanda de Bonafini y
Verbitsky.
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