Carlos Daniel Lasa
Infocatólica, 23/03/22
Hace pocos días,
el Arzobispo Emérito de La Plata, Monseñor Héctor Aguer, publicó una Carta
abierta dirigida a los que en la actual Iglesia se denominan «sacerdotes
cancelados». Refiere el ex Arzobispo que, en castellano, «cancelar» significa
«anular», «borrar de la memoria», «abolir», «derogar».
Apenas terminé de
leer el lúcido texto de Monseñor Aguer, no pude dejar de pensar en el Hierón de
Jenofonte, y en el rico comentario que hiciera del mismo el destacado filósofo
de la política, Leo Strauss. Además, recordé las duras diatribas contra la
tiranía pronunciadas por Tomás de Aquino. Y no podía ser de otra manera ya que
un gobierno que es proclive a anular o a abolir a parte de sus gobernados se
corresponde con el poder despótico propio del tirano.
Lo propio de un
gobierno tiránico, nos dice el poeta Simónides en el diálogo Hierón de
Jenofonte, es un «gobierno sin leyes». Simónides, interpreto, quiere decirnos
que un tirano se convierte como tal a partir del momento en que su voluntad
desconoce la naturaleza intrínseca de las cosas. Esto significa que su voluntad
rechaza todo orden, y se entroniza en el lugar de este.
En el alma del
tirano no impera el intelecto, sino su querer despótico. De allí que aquel
siempre desprecie la vida intelectiva y la ciencia, y prefiera las acciones
transeúntes mediante las cuales va extendiendo el dominio de su voluntad a todo
lo que es. Su poder es tan grande ‒alardea el tirano‒ que está por sobre los
mismísimos trascendentales del ser: la Verdad, el Bien y la Belleza.
A nadie escapa que
esta ausencia de ley en el gobierno tiránico tiene como correlato la ausencia
de libertad. El lugar de esta es ocupado por una pasión: el miedo. El tirano
concibe a aquella realidad que le corresponde gobernar como si fuese su propia
hacienda, como si fuese su propiedad privada, a la cual dirige de acuerdo a su
querer arbitrario. En este sentido, todo súbdito pierde sus derechos. Frente al
tirano, solo queda la obediencia ciega, propia del siervo y no de un auténtico
hombre.
La obediencia del
hombre se funda en el reconocimiento racional de las cualidades intrínsecas del
que dirige, concretamente, su ciencia y virtud. Expresa Gadamer, al respecto,
que la autoridad de las personas no tiene su fundamento último en la sumisión y
la abdicación de la razón, sino en un acto de reconocimiento y conocimiento: se
reconoce que el otro está por encima de uno en juicio y perspectiva y que, en
consecuencia, su juicio es preferente o tiene primacía al propio (Cfr. Verdad y
método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Salamanca, Sígueme, 1977,
p. 347). Claro está que, en el caso del creyente católico, esa razón está
iluminada por la fe en la revelación transmitida, vivida e interpretada por la
Iglesia.
Ahora bien, es
preciso advertir que el tirano no se exime del temor que padecen los súbditos.
También el tirano lo padece. ¿A qué teme el tirano? Todo tirano teme y odia la
virtud ajena: odia la sabiduría y la virtud. Por eso los tiranos procuran que
sus súbditos no se hagan virtuosos porque, de esa manera, no soportarían la
dominación injusta que él pretende ejercer sobre ellos. Tampoco el tirano
dejará que entre sus súbditos se establezcan lazos de amistad. Por el
contrario, se ocupará se sembrar entre ellos la discordia, de ahondar las
grietas existentes y de prohibir todo aquello que conduzca a la unión entre los
mismos.
Refiere Tomás de
Aquino, aludiendo al comportamiento del tirano: «Cuando el tirano es víctima de
la pasión de la ira, hace derramar sangre por cosas insignificantes, según
aquello de Ezequiel, XXII, 27: ‘Sus príncipes están en medio de ella como lobos
para arrebatar la presa, para derramar sangre’. Por eso dice el Sabio (Ecles.
IX, 18) que hay que evitar este régimen advirtiendo: ‘Vive lejos de aquel que
tiene potestad para hacerte morir’, pues no mata por la justicia, sino por
capricho de su voluntad. Así, pues, todos viven en la inseguridad en semejante
régimen tiránico, volviéndose todo incierto cuando se suprime el derecho, de
suerte que todo queda supeditado a la voluntad y concupiscencia de uno.» (Sobre
el Reino, lib. I, capítulo 3).
A esta altura, y
en relación a los «cancelados» de Mons. Aguer, no puedo dejar de interrogarme
esto: ¿a quiénes, verdaderamente, «cancela» un tirano?
Si bien el tirano
puede desterrar de su reino a todos aquellos que no están dispuestos a seguir
sus caprichos arbitrarios, y en este sentido, los «cancela», sin embargo, la
más profunda y aterradora cancelación que produce es sobre todos aquellos que
renuncian, de un modo deliberado, a comportarse como hombres, para convertirse
en esclavos mansos y serviles de todas sus arbitrariedades.
El tirano, en
realidad, es el cancelador por excelencia: un cancelador de lo humano del
hombre, de aquello que lo constituye como tal. El tirano no quiere tener a su
alrededor hombres, sino infra-hombres. De allí que, como ya lo referí, jamás
promueva a los sabios y a los virtuosos.
De este modo,
convierte a lo que era una comunidad, en un amontonamiento de individuos,
meramente yuxtapuestos, dominados por el miedo y ocupados/preocupados solo de
salvar su propio pellejo y sus posiciones de privilegio. No pocos de ellos,
lamentablemente, renuncian a su nobilísima misión de hombres a cambio de cuidar
su propia e insignificante «quintita».
Sería auspicioso
que Monseñor Héctor Aguer dirigiera una Carta a todos aquellos «cancelados» o,
mejor dicho, auto-cancelados, que hoy, dentro de la Iglesia católica, abundan.
Es imprescindible que estos superen su auto-cancelación, recuperando, de esa
manera, su condición de hombres y de cristianos libres, para convertirse en
fervientes fieles de aquella Verdad creída, vivida y celebrada por más de dos
milenios por parte de la Iglesia católica.
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