Monseñor Héctor
Aguer
Infocatolica,
21/01/22
Se ha inaugurado
recientemente, con una misa en la basílica de San Pedro, la sesión XVI del
Sínodo de los Obispos, que a partir de su creación por Pablo VI, con el correr
de los años se ha convertido prácticamente en una institución del gobierno
eclesial. En realidad, se trata de un recurso que se ha ejercido diversa y
variadamente desde la antigüedad en las distintas regiones y provincias eclesiásticas,
convocadas por los patriarcas. No es el objeto de esta nota trazar una historia
de los sínodos, reflejo de la vida eclesial que resulta apasionante y permite
apreciar la organización de las iglesias locales y sus relaciones. Es una
riqueza admirable de la Iglesia Católica. También se advierte en esa historia
que la realización de un sínodo procuraba afrontar situaciones difíciles,
crisis, y salir al paso de deformaciones de la fe. No es un invento
extravagante, sino que surgió naturalmente, como expresión de que la Iglesia de
Cristo es una comunión.
La palabra sínodo
expresa la marcha en la historia de la Iglesia-Comunión. Viene del griego, lo
cual muestra también el origen antiguo y oriental de esta institución. Sínodo
es syn-hodós: la preposición o el adverbio syn, es decir, con se antepone al
sustantivo hodós, camina, hacer juntos el camino. El término griego es
femenino, va con el artículo he; habría que traducir entonces la vía, o la
ruta. Así es como en las reuniones o asambleas sinodales se tomaban decisiones
conjuntas, después del estudio y los debates. El episcopado, los sucesores de
los apóstoles de Jesús, ejercía el encargo que se le había impuesto de vigilar.
(skopeîn: mirar desde arriba, desde lo alto, para poder advertir cómo se encaminaban
las cosas y juzgar sobre ellas con autoridad). El servicio o ministerio del
obispo es el de un centinela, expresión de amor a Cristo y a su pueblo. Tenemos
documentos de la actualidad en las exhortaciones postsinodales de los grandes
pontífices San Juan Pablo II y Benedicto XVI. Es al Obispo de Roma, Sumo
Pontífice de la Iglesia Universal, a quien corresponde la presidencia de esta
institución. Es él, el Papa, quien indica los temas y las actitudes pastorales
que deben sostenerlos.
En la anunciada reunión
XVI del Sínodo de Obispos, en la misa de inauguración, el Sumo Pontífice
reiteró las ya conocidas orientaciones suyas. Dijo nuevamente que la Iglesia no
ha de ser «aséptica», sino «apegada a la realidad y sus problemas», debe
internarse en las «rutas ásperas» de la vida del mundo, debe estar dispuesta a
la «aventura del camino», no temer ante lo incierto ni refugiarse en excusas
juzgando que no hace falta algo nuevo porque «siempre se ha hecho así». Abogó,
según han recogido los medios de comunicación, por «una Iglesia que atienda los
desafíos del mundo moderno». Este lenguaje se viene repitiendo desde hace por
lo menos medio siglo, tiempo en que es innegable que la Iglesia ha caído en una
noche pavorosa, salvo los resplandores breves y locales que permiten sostener
la esperanza en la acción de Dios y su misteriosa providencia. Los pontificados
de San Juan Pablo II y Benedicto XVI han tutelado con diligencia esos
resplandores. Pero eso es ya el pasado.
La organización
aprobada en la cúspide romana para el XVI Sínodo comprenderá, según se ha
anunciado, una fase de consulta a los fieles para la cual se enviará un
cuestionario a cada diócesis. He oído hablar también de una especie de sínodo
general de toda la Iglesia, como un parlamento permanente. Entre tanto, ya no
se predica a Jesucristo, no se reclama la conversión a la Verdad y a la Gracia.
Los pecados que se denuncian son la proliferación costosísima de las armas, el
estropicio de la naturaleza, la deforestación, el descuido que promueve el
cambio climático, y más recientemente se ha insistido en la obligación moral de
vacunarse contra el Covid.
La Iglesia ha
quedado entrampada en un moralismo de inspiración racionalista, kantiana. Dios,
el misterio de Cristo y su obra salvadora bajo el influjo de la Razón Práctica.
Es terrible la responsabilidad en que incurren los pastores de la Iglesia si
con fervor apostólico no llaman a la conversión. Es muy doloroso comprobar
desde este rincón desolado de la Argentina que aquel ferviente amor que
transmite la Palabra debemos esperarla de algún pastor de alguna iglesia
evangélica, no de las grandes Iglesias de la Reforma, más arruinadas que la
Católica.
En verdad que esa
predicación evangélica incluye cierto fundamentalismo y desbordes
pseudocarismáticos, pero hace resonar la Verdad ante un mundo donde reina el
pecado sin trabas: Jesús vendrá de nuevo, con gloria, para el juicio del mundo
y la conclusión de la historia. Es la realidad proclamada en el credo Niceno:
«Et iterum venturus est cum gloria iudicare vivos et mortuos, cuius Regnum non
erit finis». Es la verdad que debe ser creída en el fervor humilde de la fe,
sin incurrir en disparates milenaristas, porque sólo Dios sabe el cuándo;
mientras dura este cuando, en ese silencio, se va ejerciendo el misterio de la
salvación, que debemos ofrecer incesantemente a cada hombre y a cada mujer. El
frío y seco moralismo, y las imprecaciones por su incumplimiento, necesita ser
vivificado por la gracia del amor, porque sin ésta no podrá obtener ningún
efecto. El aparato político de la Iglesia, que se despliega a la «corrección»
que reina en el mundo, resultará una carga insoportable si no sirve al encargo
que el Señor Resucitado, antes de volver al Padre, encomendó a los apóstoles.
Sínodo, hacer
juntos el camino, ¿cuál?. La Iglesia moderna (o mejor modernista) subraya el
syn, lo que cuenta es estar juntos, ¿adónde nos lleva en su «salida»?. En la
conversación que mantiene con sus discípulos en la Última Cena, Jesús intenta
explicarles su regreso al Padre; les dice que va a prepararles un lugar: en la
Casa del Padre hay muchas moradas; ya saben ustedes adónde voy y conocen el
camino. Tomás lo interpela: «Señor, no sabemos adónde vas ¿cómo podemos conocer
el camino?». Jesús le responde: «Yo soy el camino (ἐγώ εἰμι ἡ ὁδὸς) y la verdad y la vida (Jn 14,6); como señalan
en su interpretación varios Padres de la Iglesia, es el Camino que da acceso al
término que es él mismo en cuanto Verdad y Vida.
Sínodo: hacer juntos el camino que es Jesús.
Este camino es el que con plena convicción y amor debe anunciar la Iglesia,
desembarazándose del moralismo que la tiene atrapada, y la recluye en la
asfixiante atmósfera de la Razón Práctica. Y, contemplando con alegría y amor
este Camino, que es el único que tiene salida, encamine por él al mundo. Para
eso le ha sido confiado el misterio sobrenatural de la fe, que debe transmitir.
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