domingo, 23 de enero de 2022

LA SINODALIDAD DE LA IGLESIA

 


Monseñor Héctor Aguer 


Infocatolica, 21/01/22

 

Se ha inaugurado recientemente, con una misa en la basílica de San Pedro, la sesión XVI del Sínodo de los Obispos, que a partir de su creación por Pablo VI, con el correr de los años se ha convertido prácticamente en una institución del gobierno eclesial. En realidad, se trata de un recurso que se ha ejercido diversa y variadamente desde la antigüedad en las distintas regiones y provincias eclesiásticas, convocadas por los patriarcas. No es el objeto de esta nota trazar una historia de los sínodos, reflejo de la vida eclesial que resulta apasionante y permite apreciar la organización de las iglesias locales y sus relaciones. Es una riqueza admirable de la Iglesia Católica. También se advierte en esa historia que la realización de un sínodo procuraba afrontar situaciones difíciles, crisis, y salir al paso de deformaciones de la fe. No es un invento extravagante, sino que surgió naturalmente, como expresión de que la Iglesia de Cristo es una comunión.

 

La palabra sínodo expresa la marcha en la historia de la Iglesia-Comunión. Viene del griego, lo cual muestra también el origen antiguo y oriental de esta institución. Sínodo es syn-hodós: la preposición o el adverbio syn, es decir, con se antepone al sustantivo hodós, camina, hacer juntos el camino. El término griego es femenino, va con el artículo he; habría que traducir entonces la vía, o la ruta. Así es como en las reuniones o asambleas sinodales se tomaban decisiones conjuntas, después del estudio y los debates. El episcopado, los sucesores de los apóstoles de Jesús, ejercía el encargo que se le había impuesto de vigilar. (skopeîn: mirar desde arriba, desde lo alto, para poder advertir cómo se encaminaban las cosas y juzgar sobre ellas con autoridad). El servicio o ministerio del obispo es el de un centinela, expresión de amor a Cristo y a su pueblo. Tenemos documentos de la actualidad en las exhortaciones postsinodales de los grandes pontífices San Juan Pablo II y Benedicto XVI. Es al Obispo de Roma, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, a quien corresponde la presidencia de esta institución. Es él, el Papa, quien indica los temas y las actitudes pastorales que deben sostenerlos.

 

En la anunciada reunión XVI del Sínodo de Obispos, en la misa de inauguración, el Sumo Pontífice reiteró las ya conocidas orientaciones suyas. Dijo nuevamente que la Iglesia no ha de ser «aséptica», sino «apegada a la realidad y sus problemas», debe internarse en las «rutas ásperas» de la vida del mundo, debe estar dispuesta a la «aventura del camino», no temer ante lo incierto ni refugiarse en excusas juzgando que no hace falta algo nuevo porque «siempre se ha hecho así». Abogó, según han recogido los medios de comunicación, por «una Iglesia que atienda los desafíos del mundo moderno». Este lenguaje se viene repitiendo desde hace por lo menos medio siglo, tiempo en que es innegable que la Iglesia ha caído en una noche pavorosa, salvo los resplandores breves y locales que permiten sostener la esperanza en la acción de Dios y su misteriosa providencia. Los pontificados de San Juan Pablo II y Benedicto XVI han tutelado con diligencia esos resplandores. Pero eso es ya el pasado.

 

La organización aprobada en la cúspide romana para el XVI Sínodo comprenderá, según se ha anunciado, una fase de consulta a los fieles para la cual se enviará un cuestionario a cada diócesis. He oído hablar también de una especie de sínodo general de toda la Iglesia, como un parlamento permanente. Entre tanto, ya no se predica a Jesucristo, no se reclama la conversión a la Verdad y a la Gracia. Los pecados que se denuncian son la proliferación costosísima de las armas, el estropicio de la naturaleza, la deforestación, el descuido que promueve el cambio climático, y más recientemente se ha insistido en la obligación moral de vacunarse contra el Covid.

 

La Iglesia ha quedado entrampada en un moralismo de inspiración racionalista, kantiana. Dios, el misterio de Cristo y su obra salvadora bajo el influjo de la Razón Práctica. Es terrible la responsabilidad en que incurren los pastores de la Iglesia si con fervor apostólico no llaman a la conversión. Es muy doloroso comprobar desde este rincón desolado de la Argentina que aquel ferviente amor que transmite la Palabra debemos esperarla de algún pastor de alguna iglesia evangélica, no de las grandes Iglesias de la Reforma, más arruinadas que la Católica.

 

En verdad que esa predicación evangélica incluye cierto fundamentalismo y desbordes pseudocarismáticos, pero hace resonar la Verdad ante un mundo donde reina el pecado sin trabas: Jesús vendrá de nuevo, con gloria, para el juicio del mundo y la conclusión de la historia. Es la realidad proclamada en el credo Niceno: «Et iterum venturus est cum gloria iudicare vivos et mortuos, cuius Regnum non erit finis». Es la verdad que debe ser creída en el fervor humilde de la fe, sin incurrir en disparates milenaristas, porque sólo Dios sabe el cuándo; mientras dura este cuando, en ese silencio, se va ejerciendo el misterio de la salvación, que debemos ofrecer incesantemente a cada hombre y a cada mujer. El frío y seco moralismo, y las imprecaciones por su incumplimiento, necesita ser vivificado por la gracia del amor, porque sin ésta no podrá obtener ningún efecto. El aparato político de la Iglesia, que se despliega a la «corrección» que reina en el mundo, resultará una carga insoportable si no sirve al encargo que el Señor Resucitado, antes de volver al Padre, encomendó a los apóstoles.

 

Sínodo, hacer juntos el camino, ¿cuál?. La Iglesia moderna (o mejor modernista) subraya el syn, lo que cuenta es estar juntos, ¿adónde nos lleva en su «salida»?. En la conversación que mantiene con sus discípulos en la Última Cena, Jesús intenta explicarles su regreso al Padre; les dice que va a prepararles un lugar: en la Casa del Padre hay muchas moradas; ya saben ustedes adónde voy y conocen el camino. Tomás lo interpela: «Señor, no sabemos adónde vas ¿cómo podemos conocer el camino?». Jesús le responde: «Yo soy el camino (ἐγώ εἰμι ἡ ὁδὸς) y la verdad y la vida (Jn 14,6); como señalan en su interpretación varios Padres de la Iglesia, es el Camino que da acceso al término que es él mismo en cuanto Verdad y Vida.

 

Sínodo: hacer juntos el camino que es Jesús. Este camino es el que con plena convicción y amor debe anunciar la Iglesia, desembarazándose del moralismo que la tiene atrapada, y la recluye en la asfixiante atmósfera de la Razón Práctica. Y, contemplando con alegría y amor este Camino, que es el único que tiene salida, encamine por él al mundo. Para eso le ha sido confiado el misterio sobrenatural de la fe, que debe transmitir.

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