Monseñor Héctor Aguer
Infocatólica,
28/01/23
El capítulo 15 del
Evangelio de Lucas contiene la respuesta de Jesús a los escribas y fariseos que
criticaban su actitud para con los pecadores (hamartōloùs). Es este el contexto
de una enseñanza del Señor sobre la misericordia divina, que Él ejerce
recibiendo a los perdidos y comiendo con ellos. Notar, de paso, que el comer
juntos representa el máximo signo de cercanía e intimidad (synesthíei autóis).
La réplica asume el estilo parabólico, tan frecuente en la enseñanza
evangélica.
La parábola de la
oveja perdida y recobrada (parabolēn táuten) va dirigida personalmente a ellos:
¿cómo obraría uno de ustedes, que son también dueños de un rebaño? «Les dijo a
ellos» (Eipen de pròs autoùs). Pero esta comparación tiene otra melliza, la
parábola de la moneda perdida por un ama de casa. La simetría entre ambas es
exacta: el pastor, de las 100 ovejas (hekatòn próbata) pierde una (apolésas ex
autōn hèn). Aunque el texto no lo indica, hay que pensar –ya que la oveja
extraviada representa a los pecadores- que ella sola se apartó del rebaño
guiado por el pastor que cuida de las cien. Para correr en búsqueda de la
rebelde, éste abandona en el desierto (en tē erēmō) a las noventa y nueve
(¡tanto la aprecia a la culpable!). La oveja extraviada es caracterizada como
«perdida» (tò apolōlòs). Al encontrarla se regocija y alegrándose la carga
sobre sus hombros (tithēsin epì toùs ōmous autou jáirōn); la alegría es
desbordante y debe comunicarse a los amigos y vecinos (synjárēte moi,
«alégrense conmigo»). La causa, la razón de ese gozo es el hallazgo (hoti
éuron): ¡la encontré!
La otra parábola
refiere la actitud simétrica de la mujer que pierde una pieza de valor, una
dracma (de plata por lo general). También ella posee una cantidad, diez; pero
no puede menospreciar la perdida , aunque sea solo una (drajmēn mían). Lo
importante es recuperarla, por eso revuelve la casa y busca cuidadosamente (zētei
epimelōs) hasta que la encuentra (éurē). Entonces, al igual que el pastor,
llama a sus amigas y vecinas (euroûsa synkalêi) para que compartan su alegría:
synjarēte moi. La conclusión de estas dos parábolas mellizas es la misma: hay
mayor alegría en el cielo (en tō ouranō), o entre los ángeles (enōpion tōn
angélōn). Un solo pecador arrepentido vale más que noventa y nueve justos para
proporcionar gozo al Dios de misericordia. Esta comparación parabólica quiere
justificar la conducta de Jesús ante sus críticos, los seudojustos escribas y
fariseos, que no entienden nada. Esta es una constante en la predicación del
Señor.
El capítulo 15 se
cierra con la célebre parábola llamada del «hijo pródigo», que yo prefiero
designar de «los dos hermanos». La figura principal es el padre: ánthrōpos tis,
que tenía dos hijos: uno es llamado el menor (ho neōteros), que protagoniza la
primera parte de la parábola con su aventura de escape y retorno. El hijo mayor
(ho presbýteros) representa a los críticos de Jesús; pone a prueba la
comprensión, la paciencia y el amor del padre, y su conducta queda expectante,
no se dice qué hará. Este rasgo me parece fundamental para el sentido de la
argumentación; es esta una parábola de final abierto. El «paterfamilias» accede
a la demanda del muchacho que reclama anticipar la herencia y tener ya su parte
(méros tes ousías). El texto griego habla de dividir: tòn bíon. Los dos
términos se traducen en latín como substantia. La prisa del joven por acceder a
una vida independiente está marcada por la indicación temporal met' ou pollàs hēméras,
«pocos días después»; reúne o junta «todo» lo suyo (pánta). El vértigo, la
rapidez se indican con el resultado: dieskorpisen significa «gastar», lo mismo
que dapanēsantos, disipar. En el versículo 13, zōn asōtōs, «viviendo
lujuriosamente», anticipa la acusación con la que el hermano mayor
caracterizaba la aventura del pródigo: «devoró su herencia» (sou tòn bíon) con
prostitutas (pornōn): esa es la descripción que el mayor hace de su hermano (v.
30).
La primera parte
de la parábola llega a su culminación con la conversión del joven y su acogida
por el padre misericordioso. El retorno comienza por un movimiento interior:
cae en la cuenta de su penosa actualidad y «entró dentro de sí mismo». No podía
haber caído más bajo, cuidar cerdos era una actividad vergonzosa para un judío,
ya que este animal era considerado impuro. El colmo de la miseria era desear el
alimento de los puercos (v. 16 keratíōn), pero nadie se lo daba. En esa
circunstancia «entró en sí mismo» (v. 17 eis heautòn dē elthōn) y su imaginación
le presentó la casa paterna, donde los trabajadores (místhioi, v. 17) tienen
pan en abundancia, mientras que él se muere de hambre (limō apóllymai). La
reflexión lo lleva a la decisión: un humilde retorno. Esta es la imagen de la
conversión del pecador, que esboza ya los términos de la confesión: anastàs
poréusomai (me levantaré e iré). Un detalle de interés: el padre lo ve cuando
todavía está lejos (makràn apéjontos, v. 20), como si hubiera estado en la
puerta, esperándolo. Se dice que el padre se movió a misericordia;
literalmente, que sus entrañas se conmovieron (esplanjnísthē: este es el
término que designa la misericordia, es decir la conmoción que provoca la
miseria ajena). La reacción del padre: abrazo, beso, orden de devolverle el
vestido y el calzado, el anillo en la mano, no permite al pecador arrepentido
completar la confesión. Los rasgos indican que se le reconoce la condición
filial. Parabólicamente se expresa la conversión cristiana; el regreso del
pecador a la casa paterna merece una fiesta (v. 24 érxanto euphraínesthai).
La segunda parte
de la parábola contiene la interpretación que Jesús hace de la crítica de
escribas y fariseos, y una serena y misteriosa réplica. Ellos están
representados en la figura del hijo mayor (ho presbýteros, v. 25) que enterado
del festejo se niega a entrar y sumarse. Notemos el contraste: el padre, que
sale para intentar convencerlo, le explica que su hermano ha regresado (ho
adelphós sou, v. 27), el mayor, en cambio dice: «ese hijo tuyo» (v. 30, ho
huiós sou hoútos), negando la fraternidad. La parábola queda misteriosamente
abierta; no sabemos qué hará el hijo mayor.
El símbolo de esa
actitud incierta refleja una situación de la Iglesia al tiempo que Lucas
escribe su Evangelio. La Iglesia es todavía Ecclesia ex Judaeis. Recordemos que
Jesús es el Mesías, que vino para dar cumplimiento a las promesas hechas por
Dios a los Padres, a los patriarcas del Pueblo elegido. En el diálogo con la
Samaritana el Señor dice que la salvación viene de los judíos (hē sōtēria ek tōn
Ioudáiōn estín, Jn 4, 22). En el Evangelio de Juan, que es cronológicamente
posterior, se registra la actitud negativa del «hijo mayor»: vino a los suyos,
a su propia casa, eis tà ídia ēlthen (Jn 1,11) y los suyos (hoi ídioi) no lo
recibieron».
Lucas, en el
segundo tomo de su obra (los Hechos de los Apóstoles) señala un momento del
paso de la Ecclesia ex Judaeis a la Ecclesia ex Gentibus. Pablo y Bernabé, en
el primer viaje del gran Apóstol de las Naciones, llegaron a Antioquía de
Pisidia; como lo hacía Jesús y después de él los discípulos-misioneros, se
dirigieron a la sinagoga. Es oportuno recordar en este momento que el Señor
vino en primer lugar para los judíos, como el Mesías que era, anunciado por los
profetas y prometido a los patriarcas. Pablo habló con elocuencia en la
sinagoga de Antioquía y anunció a Jesús el Resucitado, en quien Dios ofrecía el
perdón de los pecados y el ingreso en el Reino. En dos sábados consecutivos el
Apóstol proclamó la Palabra; en la segunda ocasión toda la ciudad prácticamente
acudió a escucharlo (sjedòn pâsa hē pòlis, Hch. 13, 44). Los judíos
reaccionaron negativamente y pretendieron contradecirlo; entonces Pablo, con
segura confianza, constatando la misteriosa decisión del pueblo elegido –parrēsiasámenoi,
13, 46, el plural incorpora a Bernabé- comunica la decisión de «pasar a los
Gentiles»: idoù strefómetha eis tà éthnē, advirtiendo que era esa una decisión
del Señor de la historia, que Él mismo les había encomendado: 13, 47: oùtos
entétaltai hemîn.
Desde esta perspectiva,
en una relectura de la parábola de «los dos hermanos», diríamos que el hijo
mayor rehusó sumarse a la fiesta: no quiso entrar; abroquelado en una mezquina
y extraviada justicia, despreció la misericordia.
A lo largo de la
historia de la teología se ha planteado la cuestión de la justicia y la
misericordia de Dios: el problema–misterio de la vinculación recíproca de esos
atributos. En la actual etapa del pensamiento, hemos conocido el amplísimo
desarrollo del tema de la misericordia, expuesto sobre todo en el magisterio de
Juan Pablo II. Es claro que no se debe oponer esos dos atributos divinos; Dios
es justo y misericordioso, es lo uno porque es lo otro, o sea: es
misericordioso porque es justo y es justo porque es misericordioso. Esta
formulación paradojal –se trata del misterio divino- no es una tautología ni un
mero juego de palabras, sino la expresión del ser mismo del Creador y Redentor
del hombre, a cuya historia se asoma según la altura y profundidad de su
sabiduría y su amor. Él es el padre de la parábola, que consiente – permite- la
escapada del pródigo porque aguarda su regreso que será la alegría de toda la
corte celestial; es el padre que sale a rogar al hijo mayor para que con su
reconocimiento se sume y acreciente esa alegría.
En mi opinión, en
la última década se ha cultivado un engañoso «misericordismo» como cobertura de
decisiones arbitrarias. Esa adulteración del misterio de la misericordia divina
ha inspirado un relajamiento de la moral cristiana que descarta la realidad de
los mandamientos en los que se refleja y se cumple la justicia de Dios.
La formulación
clásica de las relaciones entre los dos atributos en cuestión se encuentra en
la Primera parte de la Suma Teológica de Tomás de Aquino. Después de estudiar
la voluntad y el amor de Dios, en la cuestión 21 enfoca conjuntamente la
justicia y la misericordia. La justicia divina constituye el orden de las cosas
en razón de su sabiduría, que es la Verdad. Le compete asimismo la
misericordia, no como una pasión, sino en cuanto que obra de dios «supra
iustitiam», liberalmente, por ejemplo perdonando, como una especie de «plenitud
de la justicia». El Aquinate cita el Salmo 24, 10: «todos los caminos del Señor
son misericordia y verdad», para afirmar que la acción de la justicia divina
presupone la obra de su misericordia y se funda en ella. Todo lo que hace el
Señor muestra como raíz primera su misericordia, que del no ser produce el ser.
Esta argumentación
teológica ilumina la figura del padre en la parábola de «los dos hijos» y
permite comprender su actitud, que se brinda a ambos paternalmente, es decir,
con misericordia.
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