a Marko I. Rupnik
POR PABLO CERVERA
Y JUAN ROSADO
Por
Redaccioninfovaticana | 28 enero, 2023
(Publicado
originalmente en El Debate)-Ojalá los católicos sigan profesando su fe ante los
mosaicos repartidos por todo el mundo, orando por Rupnik, por aquellos contra
los que Rupnik y cada católico hayan pecado, y por la Iglesia universal.
Vistas las
noticias de las últimas semanas, a algunos les podrá parecer escandaloso llegar
a plantear la siguiente idea: que los católicos seguimos debiéndole mucho a
Marko I. Rupnik. Pero los mismos que se escandalizan tendrán que poner a prueba
la veracidad de su propia experiencia espiritual, que en buena medida, lo quieran
o no, llegó a ser posible gracias al servicio del artista y del Centro Aletti.
Por desgracia, la actitud de los católicos ante el llamado caso Rupnik
sorprende y mucho, especialmente por su pésimo sentido eclesial.
La primera cosa
sorprendente es la manera en la cual la prensa católica se ha prestado al juego
del enredo, ofreciendo información más bien confusa —veraz o no, a pesar de
tanta confusión, lo juzgue cada cual— sin ningún tipo de criterio ni de
responsabilidad. Sin espíritu claustral y sin nobleza, la prensa católica se ha
convertido en un patio de teólogos envilecidos, entretenidos en curioseos y en
relatos policiacos para asuntos que les sobrepasan por completo, en ausencia de
una sentencia concluyente por parte de la Iglesia. En la prensa católica hay,
además, como un extraño disfrute por ventilar los males de la Iglesia, pero con
la incapacidad de interpretarlos sub specie Christi venturi, en la espera de la
venida del Señor.
Entre toda esta
confusión, ¿nadie se ha parado a pensar que el gran dañado es el pueblo
cristiano? ¿Acaso la prensa católica no se da cuenta de que está sembrando la
semilla de la desconfianza y del odio en el alma del creyente que se acerca a
un mosaico (que realmente es una obra sagrada) obstaculizando un encuentro
verdadero con Dios?
Otra cosa
enervante es la incapacidad de la comunidad católica de volverse una unidad aún
más compacta y unida, cuando la crisis se cierne sobre uno de sus miembros.
Allá por el siglo II, san Ignacio de Antioquía recomendaba: «Poned, pues,
empeño en reuniros más estrechamente para rendir a Dios acciones de gracia y de
glorificación; porque cuando vosotros os reunís con frecuencia, las potestades
de Satanás son abatidas y su obra de ruina destruida por la concordia de
vuestra fe» (A los efesios, XIII). Los católicos no siempre comprendemos que la
vida de la Iglesia es una.
Ignorando esa
vida, es fácil trazar la línea de una moralidad abstracta, entre «ellos» y
«nosotros», puros e impuros. Esto no significa relativizar ninguna obra mala;
al contrario, su consecuencia es un aumento del fervor, de la sobriedad, de la
atención y de la vigilancia. Si lo acusado a Rupnik al final resulta cierto,
igual de cierto es el principio escrito por Benedicto XVI en Spe Salvi: «Nadie
peca solo, nadie se salva solo». Si yo pertenezco a la Iglesia, todo el mal de
la Iglesia está dentro de mí. Sea la violencia, la calumnia o el vicio, lo que
cae sobre un bautizado, cae también sobre mí. Habría sido de esperar que, ante
la crisis generada en torno a una de las vanguardias de la Iglesia (culpable o
no), se hubiera exhortado a aumentar la temperatura espiritual, con el ayuno y
la metanoia de cada creyente, con el fin de poner a la luz el bien real de la
Iglesia, manifestado en el bien particular de su miembro en crisis. Hacía falta
un gran esfuerzo sapiencial para responder, mediante todo el bien que Rupnik ha
ofrecido a la Iglesia, al mal que el propio jesuita esloveno haya podido
cometer.
Se da la
«casualidad» de que la concepción comunional de la Iglesia ha constituido la
enseñanza fundamental de Rupnik y del Centro Aletti, a través de sus
publicaciones, de sus predicaciones y de su arte. Y es precisamente esto lo que
ahora muchos católicos quieren poner en cuestión, es aquí donde se siembra la
desconfianza para el corazón de quien recibe toda esta tradición custodiada
durante décadas. Algunos, con gran mezquindad, han sugerido la imposibilidad de
acercarse a al arte y a la enseñanza del Centro Aletti. No saben que así se
sentencian a sí mismos: han perdido la mirada humilde, que todo símbolo exige
para ser abierto. Sin embargo, la cuestión es más grave, porque no se trata de
que la belleza de una obra artística pueda empañarse por motivos morales. De lo
que se trata es de que esa belleza y la palabra que revela sean verdad. Lo que
los católicos no advierten es que la manida «falta de credibilidad» se vierte
hacia la posibilidad misma de evangelización. ¿Dónde están poniendo los
católicos el criterio para discernir si una evangelización puede ser asumida
como verdad?
Es superficial
decir que el arte de Rupnik pueda «gustar» más o menos: el arte de Rupnik es
verdad, porque es eclesial. Sabemos bien que su arte no es mero decorativismo,
sino la proyección de la interioridad del espacio sagrado. Como en la tradición
de la iconografía o del románico, su arte no se debe a la intención individual
de un genio inspirado; más bien sigue el principio del anonimato, anonimato
espiritualmente entendido. Como sucede con la obra vital de cada cristiano,
Rupnik no ha hecho arte para la Iglesia, es la Iglesia quien ha hecho arte para
Rupnik y para todos. Y Rupnik ha sabido testimoniar esta conciencia profunda de
la Iglesia, que toca las fibras de la memoria de tantos creyentes. En un siglo
en el que a las generaciones jóvenes se nos quiso formar con una teología
setentera y de tebeo, Rupnik se ha atenido exclusivamente a conceder al
creyente la posibilidad de vivir de los símbolos que realmente pertenecen a la
Iglesia. La oportunidad de sentirse acogido por el Pantocrátor dulcemente
sonriente, no por un Dios enclenque. La oportunidad de acoger una dignidad
regalada, la dignidad de pertenecer a la Jerusalén celeste, de santos y de
pecadores, a diferencia de cualquier «opción social». La oportunidad de acoger
la misericordia de un Cristo que desciende a cada infierno, para que nada en el
hombre se pierda, en lugar de intentar unirse imaginariamente a un Dios
desconocido.
La oportunidad de
descansar en un templo envuelto en oro acrisolado por el fuego de la oración y
de la liturgia, en lugar de un templo tan gris y lúgubre como nuestras almas.
La oportunidad de volver a entrar en iglesias en las que todavía hay Ángeles
protectores, que sirven y anuncian, a pesar de una cultura que hace trizas al
misterio. La oportunidad, en fin, de asemejarse a la lógica nueva del Cordero
humilde, violable pero no violento, que pone a cada uno en el camino de la
ascesis y del arrepentimiento. No es extraño, por cierto, que un arte así y su
anuncio del Evangelio hayan sido acogidos con más entereza por quienes han
sufrido en los hospitales que cuentan con capillas hechas por Rupnik, que no
por los católicos sabios y entendidos.
Para un católico,
la medida con la que juzgar a una persona y a su obra no ha de ser unívocamente
moral-jurídica, sino eucarística. Lo enseña san Ireneo de Lyon: «Nuestra manera
de pensar está de acuerdo con la Eucaristía, y la Eucaristía a su vez confirma
nuestra manera de pensar» (Contra las herejías, IV, 18, 5). El arte de Rupnik
ha seguido este precepto, por eso es realmente integral, en la medida en que es
capaz de asumir en su interior la máxima negación de la belleza y de la
creación, que esto es el mal, ofreciéndolo no en su inmediatez, ni con
máscaras, sino en una versión nueva, según la salvación de Cristo. ¿Por qué?
Porque su arte, arte pascual, es una memoria del bautismo. Todo cuanto
contradiga a la vida de Dios y del hombre redunda en lo acontecido en el
bautismo: lo que importa es que precisamente en la inmersión en la oscuridad
permanece siempre encendida la llama de la Pascua, que cada cual podrá aceptar
o rechazar. Hay que saber permanecer ahí para entenderlo.
Gracias a esta
realidad fundamental, el arte y la enseñanza de Rupnik, aunque exijan una
purificación continua, resisten a las acusaciones levantadas contra él, sean
confirmadas o no. Por lo demás, nada más natural para él, cuando en su
enseñanza sobre la eclesialidad siempre había sostenido que aquello que más le
pertenece a un creyente es aquello que no procede de él, o sea, lo máximamente
acogido. Por eso durante estos años Rupnik y el Centro Aletti han enseñado un
concepto fundamental para la vida espiritual, por desgracia casi siempre
olvidado: que la libertad ante todo consiste en llegar a verse liberado de sí
mismo. Durante estos años, Rupnik enseñaba que todo cuanto pertenece a Cristo y
a su Iglesia nos pertenece a cada uno de nosotros, a mí también, para el bien y
para el mal. El arte de Rupnik es mío, porque es de la Iglesia, y siendo de la
Iglesia también es de Rupnik. Repito: esto se entiende en términos
eucarísticos, no jurídicos. Y esta es la versión de Rupnik que la Iglesia,
descendiendo con Cristo hasta cualquier infierno posible, debería estar
afanándose por salvar. Ahí el arte de Rupnik se manifiesta como verdad.
Rupnik también ha
enseñado que el arte cristiano, como el amor, no es formal, ideal, ni
imaginado, sino: pascual. En esa lógica, irremediablemente sucederá con los
mosaicos de Rupnik exactamente lo mismo que sucede con un fresco románico que
ha sufrido el deterioro del tiempo, que ha sido despojado del conjunto del
templo o que ha sido invadido por otro estilo: quizá solo quedarán fragmentos,
pero en ellos permanece intacta una mirada que nos sigue allá a donde vayamos,
en la esperanza en que también nosotros seamos transportados a un mundo
superior.
Ojalá los
católicos sigan profesando su fe ante los mosaicos repartidos por todo el
mundo, orando por Rupnik, por aquellos contra los que Rupnik y cada católico
hayan pecado, y por la Iglesia universal.
Juan Rosado es
doctorando en filosofía por la Pontificia Universidad de Comillas.
Pablo Cervera
Barranco es traductor de Marko Rupnik.
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