Monseñor Héctor
Aguer
Infocatólica –
29/04/21
Mons. Aguer
disecciona la dimensión operativa de lo que denomina progresismo eclesial y su
impacto en seminarios y la actividad pastoral, bajando a detalles como el
«odio» a la sotana como antesala de otros comportamientos.
En la primera nota
del mismo título, publicada en InfoCatólica, presenté algunos antecedentes
bíblicos, las divisiones en las primeras comunidades cristianas, concretamente
los sjísmata que asolaban a la Iglesia de Corinto, y que San Pablo combatió con
energía. Asimismo, señalé el origen de la grieta actual en una interpretación
del «espíritu del Concilio», corregida repetidamente por Pablo VI.
Doctrinalmente, la grieta se abre a causa de la pretensión progresista de
imponer «nuevos paradigmas», desdeñando la gran tradición eclesial.
Yo empleo espontáneamente el calificativo de progresista. Según la tercera acepción del término, registrada en el Diccionario de la Real Academia Española, se llama así a «la persona, colectividad, etc. con ideas avanzadas, y a la actitud que esto entraña». En un sentido religioso el término comenzó a usarse ampliamente después del Concilio Vaticano II; hoy en día al movimiento o corriente se le puede atribuir la desacralización o secularización de la misión de la Iglesia, que es reformulada para orientarla, en diálogo con otras religiones y culturas, a hacerse levadura de la fraternidad universal, ya que todos somos hermanos, fratelli tutti. El planeta es la patria, y la humanidad su pueblo, empeñados en un proyecto común para rehacer la historia en una unidad pluriforme que engendre nueva vida.
Las prioridades son el cuidado de la naturaleza, la
defensa de los pobres y la construcción de redes de respeto y fraternidad. Se me
ocurre que ante estos avances católicos –que constituyen una verdadera gnosis-
la masonería ha quedado descolocada. Este es el lugar para introducir una breve
digresión semántica: adelphós –hermano- se decía en la Grecia clásica de los
miembros de la misma tribu o nación. En el Nuevo Testamento designa a los
miembros de la comunidad cristiana, que comparten la gracia de la adopción
filial recibida en el Bautismo. No he encontrado que en el Nuevo Testamento se
llame adelphós a un no cristiano.
El Cardenal Robert
Sarah, que ha sido inmediatamente «misericordiado» al igual que otros obispos
considerados molestos, ha descrito en un libro magnífico la noche que se cierne
sobre la Iglesia. En esa obra anota que en comparación con la situación actual,
el modernismo de principios del siglo XX, al cual San Pío X destinó la
Encíclica Pascendi dominici gregis fue «un simple resfrío». Prolongando esa
imagen, podemos decir que ahora hemos pescado una terrible pulmonía (el covid
19 es inocente).
Me detengo un
momento en la caracterización del progresismo eclesiástico, que asume
implícitamente una filosofía del progreso y el pathos religioso intramundano
que es una de sus notas. Hablo de él en términos absolutos, excluyendo
versiones y matices. Me parece importante advertir que los mismos se verifican
en la adhesión a los criterios progresistas, en las conclusiones pastorales que
de ellos se derivan, y en las realizaciones que se producen en las diócesis,
desde las más leves o desvaídas hasta las rigurosas. Al hablar del progresismo
habría que tener en cuenta las gradaciones que se distinguen entre sí sin
perder el nombre, es decir, una identidad fundante. Esta circunstancia ayuda a
ser ponderados en el juicio de posiciones eclesiales y de personas, para evitar
injusticias que engendran confusión.
La inspiración
progresista estaba en pleno auge en los años 70 del siglo pasado; se presentaba
como la realización legítima del «espíritu del Concilio», en ajenidad y aun en
oposición a la gran Tradición de la Iglesia. El otro borde de la orilla de la
grieta era despreciado como «tradicionalismo» –así se hablaba-, como una
actitud «conservadora». El progresismo, que tenía sus mentores y un gran poder
de difusión, era una verdadera ideología; su incomodidad con la tradición
expresaba aquella heterogeneidad que San Vicente de Lerins, en el siglo V,
consideraba deformación del auténtico desarrollo católico de la doctrina y las
instituciones eclesiales. Ese «nuevo modelo de hablar» –sentenciaba- es más
propio de los herejes que de los católicos. El progresismo abrió una grieta en
la sólida estructura de la comunión eclesial, y tuvo derivaciones políticas
asociadas con los movimientos subversivos que florecían en aquel tiempo.
Mencionemos ahora
la dimensión operativa. Cuando gente de ese estilo se apodera de una diócesis
en la que todo discurría católica y pacíficamente, instaura una especie de
imperialismo: el control despótico puede encubrirse con un rostro de simpatía y
con buenos modales. Inclusive puede apelar a una devoción sentimental, como las
que profesan algunos movimientos y sociedades apostólicas. La principal presa
codiciada es el Seminario, inmediatamente comienzan con la coacción y los
ardides para lograr que los candidatos cambien su visión de las cosas y adopten
los nuevos planteos; esta actitud suele provocar la dispersión. Algunos se
acomodarán a las nuevas circunstancias, otros dejarán el Seminario. El
progresismo es esencialmente infecundo; en las diócesis que domina no surgen
normalmente vocaciones (¿qué sólidas razones puede ofrecer para que un joven
entregue su vida a Dios y a la Iglesia?). Me viene a la memoria al escribir
esto la sentencia de Soeren Kierkegaard en su Ejercitación del cristianismo:
«Lo absoluto consiste únicamente en escoger la eternidad».
El Vaticano II ha
ofrecido en los Decretos Presbyterorum ordinis y Optatam totius Ecclesiae
renovados criterios para el fomento de las vocaciones sacerdotales, fundados en
una teología del ministerio presbiteral y en una espiritualidad que –en mi
opinión- valen especialmente para los sacerdotes diocesanos; quienes no tendrán
necesidad entonces de unirse a terceras órdenes, o adoptar la espiritualidad de
sociedades y movimientos apostólicos. Si en una diócesis se adoptan esa
teología y esa espiritualidad del ministerio, pueden florecer vocaciones. Los
textos conciliares deben ser leídos, como enseñó reiteradamente Benedicto XVI,
a la luz de la Gran Tradición de la Iglesia; en esa continuidad se destacan, a
la vez, su arraigo y su novedad. La condición es asumir con fidelidad y coraje
esos criterios en una diócesis, instrumentando una inteligente pastoral
vocacional.
El vaciamiento de
los Seminarios comienza con la decadencia de la formación humanística, que
según los Padres Conciliares debe apoyarse en el «patrimonio filosófico de
perenne validez» (Optatam totius, 15); incautamente se lo abandona sin advertir
que la adhesión a sistemas filosóficos modernos no ofrece el fundamento
adecuado para la reflexión teológica. El Vaticano II exhortaba a «profundizar
en los misterios y descubrir su conexión por medio de la especulación, bajo el
magisterio de Santo Tomás» (Optatam totius, 16). El desprecio de Santo Tomás, y
el desconocimiento de la renovación tomista protagonizada por Cornelio Fabro,
van unidos a un cierto biblicismo y el recurso exclusivo a la teología
positiva. Se arruina así el pensamiento de la fe, que debe acompañar a la
oración, tratándose de personas que han de ejercer un ministerio de predicación
para hacer crecer a los fieles en el conocimiento y el amor a Jesucristo. Los
problemas culturales de hoy, sobre todo en una sociedad descristianizada,
exigen que el testimonio cristiano esté avalado por una formación que habilite
para el diálogo, y si es necesario, para la discusión serena y profunda de
aquellas cuestiones más urgentes sobre las cuales hay que contar con el influjo
confusionista y superficial de los medios de comunicación.
En la Argentina,
diócesis con ochocientos mil o un millón de habitantes cuentan apenas con un
centenar de sacerdotes, y los seminaristas se cuentan con los dedos de una
mano; ¡pero no les falta obispo auxiliar! Apunto a un rasgo curioso: la
multiplicación de obispos auxiliares.
Un signo evidente
de la destrucción se encuentra en la liturgia: ni respeto de las rúbricas, ni
solemnidad, ni belleza. En la Constitución Sacrosanctum Concilium se recurre
constantemente al adjetivo sagrado para designar a la liturgia y sus
realidades. El capítulo VI está dedicado a la música sagrada; se dice:
«Consérvese y cultívese con sumo cuidado el tesoro de la música sacra» y
concretamente «foméntense diligentemente las scholae cantorum…» (n. 114). En
cuanto a los Seminarios, se afirma: «Dése mucha importancia a la enseñanza y a
la práctica musical en los seminarios» (115). Más aún: «La Iglesia reconoce el
canto gregoriano como el propio de la liturgia romana…» y no se excluye la
polifonía. Pero caído en manos progresistas se destruye tanto la scholae cuanto
el coro polifónico, y se imponen ritmos sincopados y percusivos, los cantos
populares carentes de todo valor artístico; se iguala siempre por lo bajo.
Además, se prohíbe el latín, con lo que se eliminan aquellos cantos que habían
llegado a ser ampliamente utilizados por el pueblo.
En otro artículo
me he referido a la falsa oposición entre estudio y pastoral; el menosprecio de
la aplicación al estudio comienza en el Seminario, la doctrina, entonces (la
didajé o didaskalía), es postergada por una preferencia que se otorga a la
hipertrofia de una pastoral, que no pasa muchas veces de devaneos insustanciales.
Prematuramente se envía a los seminaristas a las parroquias. Es esta otra
dimensión de la grieta que se manifiesta luego en la distribución de los cargos
y en la elección de obispos. El progresismo presume de pastoralidad.
Un detalle que
puede juzgarse sin mayor relieve, pero que es significativo: el odio de la
sotana, cuyo uso suele ser prohibido a los seminaristas; por otra parte, no se
cuida respetar la obligación de los clérigos de usar una vestimenta que los
distinga. Se trata de secularizar todas las realidades eclesiales; he oído
decir ya hace tiempo a algunos obispos que no existe distinción entre sagrado y
profano. Un hombre primitivo se escandalizaría de semejante afirmación. Los
estudios de fenomenología de la religión muestran claramente que aun en las
culturas más antiguas existía un sentido de lo sagrado: era «lo otro», «lo
distinto», lo perteneciente al mundo de los dioses. Jesucristo, verdadero Dios
y verdadero hombre, instituyó la nueva y definitiva sacralidad en su persona y
en su sacrificio pascual, asumiendo y cumpliendo por superación el esbozo de
las culturas primitivas y la ritualidad de la Antigua Alianza. Los seminaristas
deben ser educados en el reconocimiento de estas realidades para que comprendan
la centralidad que tiene en la Iglesia la celebración de los misterios del
culto divino.
La cuestión que
aquí he esbozado me parece de máxima actualidad, cuando muchos en la Iglesia,
impulsados por ciertas declaraciones oficiales, subordinan el orden
sobrenatural de los sacramentos a la cobertura de cuestiones culturales,
sociales y políticas. No advierten que el principal aporte que puede hacer la
comunidad eclesial es la gracia del Señor, capaz de renovar los corazones para
que tiendan sinceramente a buscar la justicia tan deseada y a trabajar por
ella. El peor servicio que la Iglesia puede hacerle al mundo es mundanizarse, y
perder su originalidad para competir con las fuerzas políticas y sociales,
consintiendo así con el vacío de Dios que afecta a la cultura actual. ¿Quién
puede hacerlo presente, devolverlo al mundo, sino ella? En esto reside el error
principal del progresismo.
Quedó explicada la
dimensión operativa de la grieta, los casos repetidos en todo el mundo cuando
una diócesis es atrapada por la dialéctica progresista. Resta una posible
cuestión: puede ocurrir, milagrosamente casi, según las leyes de la
inescrutable providencia de Dios, que a una diócesis devastada –pienso en
situaciones extremas que se registran en tantos países, digamos por ejemplo
Alemania o España-, o hundida en la inoperancia y confundida por la promoción
insensata de un diálogo que ha ido corroyendo su sustancia, llega un obispo
según la tradición, un hombre de recta doctrina y mucha oración, un caso que en
estos últimos años pudo verificarse ut in paucioribus (con poca frecuencia).
¿Qué deberá hacer? Entregar su vida en un empeño pastoral de reconstrucción. Para
ello, será prioridad formar sacerdotes: promover con inteligencia la pastoral
vocacional, que articule la pastoral familiar y la educativa; si esta actividad
tiene éxito, como es muy probable, podrá pensar en la formación de los
seminaristas en la propia diócesis. Crear su seminario diocesano -¡si lo
dejan!- para aplicar en él los criterios del Vaticano II, en lugar de enviar
candidatos a una institución en la que están vigentes las deformaciones
impuestas por el falso «espíritu del Concilio», o deficiencias en diversos
aspectos. En estas cuestiones se juega el futuro de la Iglesia. Es de esperar
una intervención providencial del Señor, y la intervención de su Madre y de San
José. Como en el camino hacia Emaús, el Señor parece pasar de largo –autos prosepoiēsato
porrōteron poreuesthai - los discípulos le dijeron con insistencia, casi
forzándolo: «quédate con nosotros porque ya es tarde y el día se acaba» –Meinon
meth’ hēmōn- (Lc 24, 28-30). ¡Sí, quédate con nosotros, Señor, porque se acabó
el día, y ha caído la noche sobre la Iglesia!
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