defensor de la
verdad contra la dominación de la política
Por INFOVATICANA |
10 julio, 2021
Les ofrecemos la
catequesis de Benedicto XVI sobre san Eusebio de Vercelli:
Queridos hermanos
y hermanas:
Esta mañana os
invito a reflexionar sobre san Eusebio de Vercelli, el primer obispo del norte
de Italia del que tenemos noticias seguras. Nació en Cerdeña, a principios del
siglo IV. Siendo muy niño aún, se trasladó a Roma con su familia. Más tarde fue
instituido lector: así entró a formar parte del clero de la Urbe, en un tiempo
en que la Iglesia se encontraba gravemente probada por la herejía arriana.
La gran estima que
se tenía de san Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra
episcopal de Vercelli. El nuevo obispo emprendió, inmediatamente, una intensa
labor de evangelización en un territorio aún en gran parte pagano,
especialmente en las zonas rurales.
Inspirándose en
san Atanasio, que había escrito la Vida de san Antonio, iniciador del monacato
en Oriente, fundó en Vercelli una comunidad sacerdotal, semejante a una
comunidad monástica. Este cenobio dio al clero del norte de Italia un sello
significativo de santidad apostólica, y suscitó figuras de obispos importantes
como Limenio y Honorato, sucesores de Eusebio en Vercelli, Gaudencio en Novara,
Exuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín,
todos venerados por la Iglesia como santos.
Sólidamente
formado en la fe nicena, san Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena
divinidad de Jesucristo, definido por el Credo de Nicea «de la misma naturaleza
del Padre». Con este fin se alió con los grandes Padres del siglo IV —sobre
todo con san Atanasio, el baluarte de la ortodoxia nicena— contra la política
filoarriana del emperador.
Al emperador la fe
arriana, por ser más sencilla, le parecía políticamente más útil como ideología
del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la conveniencia política:
quería utilizar la religión como vínculo de unidad del imperio. Pero estos
grandes Padres se opusieron, defendiendo la verdad contra la dominación de la
política.
Por este motivo,
san Eusebio fue condenado al destierro, como tantos otros obispos de Oriente y
de Occidente: como el mismo san Atanasio, como san Hilario de Poitiers —del que
hablamos en la última catequesis—, y como Osio de Córdoba. En Escitópolis,
Palestina, a donde fue confinado entre los años 355 y 360, san Eusebio escribió
una página estupenda de su vida. También allí fundó un cenobio con un pequeño
grupo de discípulos, y desde allí mantuvo correspondencia con sus fieles de
Piamonte, como lo demuestra sobre todo la segunda de sus tres Cartas, cuya
autenticidad se reconoce.
Sucesivamente,
después del año 360, fue desterrado a Capadocia y a la Tebaida, donde sufrió
malos tratos. En el año 361, muerto Constancio II, le sucedió el emperador
Juliano, llamado el apóstata, al que no le interesaba el cristianismo como
religión del imperio, sino que quería restaurar el paganismo. Puso fin al
destierro de estos obispos y así también san Eusebio pudo volver a tomar
posesión de su sede.
En el año 362 san
Atanasio lo envió a participar en el concilio de Alejandría, que decidió
perdonar a los obispos arrianos con tal de que volvieran al estado laical. San
Eusebio pudo ejercer aún durante cerca de diez años, hasta su muerte, el
ministerio episcopal, manteniendo con su ciudad una relación ejemplar, que
inspiró el servicio pastoral de otros obispos del norte de Italia, de los que
hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo
de Turín.
La relación entre
el Obispo de Vercelli y su ciudad se atestigua sobre todo en dos testimonios epistolares.
El primero se encuentra en la Carta ya citada, que san Eusebio escribió desde
el destierro de Escitópolis «a los amadísimos hermanos y a los presbíteros tan
añorados, así como a los santos pueblos de Vercelli, Novara, Ivrea y Tortona,
firmes en la fe» (Ep. secunda, CCL 9, p. 104). Estas palabras iniciales, que
indican los sentimientos del buen pastor con respecto a su grey, encuentran
amplia confirmación, al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del
padre a todos y cada uno de sus hijos de Vercelli, con frases llenas de cariño
y amor.
Conviene notar,
ante todo, la relación explícita que une al Obispo con las sanctae plebes no
sólo de Vercelli (Vercellae) —la primera y, durante algunos años aún, la única
diócesis de Piamonte—, sino también de Novara (Novaria), Ivrea (Eporedia) y
Tortona (Dertona), es decir, de las comunidades cristianas que, dentro de su
misma diócesis, habían alcanzado cierta consistencia y autonomía.
Otro elemento
interesante nos lo ofrece la despedida con que se concluye la Carta: san
Eusebio pide a sus hijos e hijas que saluden «también a quienes están fuera de
la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor (etiam hos
qui foris sunt et nos dignantur diligere). Se trata de un signo evidente de que
la relación del Obispo con su ciudad no se limitaba a la población cristiana,
sino que se extendía también a quienes, fuera de la Iglesia, reconocían de
algún modo su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.
El segundo
testimonio de la relación singular del Obispo con su ciudad proviene de la
Carta que san Ambrosio de Milán escribió a los vercelenses hacia el año 394,
más de veinte años después de la muerte de san Eusebio (Ep. Extra collectionem
14: Maur. 63). La Iglesia de Vercelli atravesaba un momento difícil: estaba
dividida y sin pastor. Con franqueza, san Ambrosio afirma que le cuesta
reconocer en los vercelenses «la descendencia de los santos padres, que
aprobaron a Eusebio en cuanto lo vieron, sin haberlo conocido antes, olvidando
incluso a sus propios conciudadanos».
En la misma Carta,
el Obispo de Milán atestigua con gran claridad su estima con respecto a san
Eusebio: «Un hombre tan grande —escribe de modo perentorio— mereció realmente
ser elegido por toda la Iglesia». La admiración de san Ambrosio por san Eusebio
se basaba sobre todo en el hecho de que el Obispo de Vercelli gobernaba la
diócesis con el testimonio de su vida: «Con la austeridad del ayuno gobernaba su
Iglesia». De hecho, también san Ambrosio, como él mismo declara, se sentía
fascinado por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que san Eusebio
había perseguido tras las huellas del profeta Elías.
El Obispo de
Vercelli —anota san Ambrosio— fue el primero en hacer que su clero llevara vida
común y lo educó en la «observancia de las reglas monásticas, aun viviendo en
medio de la ciudad». El Obispo y su clero debían compartir los problemas de los
ciudadanos, y lo hacían de un modo creíble precisamente cultivando al mismo
tiempo una ciudadanía diversa, la del cielo (cf. Hb 13, 14). Así construyeron
realmente una verdadera ciudadanía, una verdadera solidaridad común entre todos
los ciudadanos de Vercelli.
De este modo, san
Eusebio, mientras hacía suya la causa de la sancta plebs de Vercelli, vivía en
medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Pero ese rasgo no
obstaculizaba para nada su ejemplar dinamismo pastoral. Por lo demás, parece
que instituyó en Vercelli las parroquias para un servicio eclesial ordenado y
estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de las
poblaciones rurales paganas. Ese «rasgo» monástico, más bien, confería una
dimensión peculiar a la relación del Obispo con su ciudad. Como los Apóstoles,
por los que Jesús oró en su última Cena, los pastores y los fieles de la
Iglesia «están en el mundo» (Jn 17, 11), pero no son «del mundo». Por eso, como
recordaba san Eusebio, los pastores deben exhortar a los fieles a no considerar
las ciudades del mundo como su morada estable, sino a buscar la Ciudad futura,
la definitiva Jerusalén celestial.
Esta «reserva
escatológica» permite a los pastores y a los fieles respetar la escala correcta
de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las pretensiones
injustas del poder político que gobierna. La auténtica escala de valores
—parece decir la vida entera de san Eusebio— no viene de los emperadores de
ayer y de hoy, sino de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al Padre en la
divinidad, pero hombre como nosotros. Refiriéndose a esta escala de valores,
san Eusebio no se cansa de «recomendar encarecidamente» a sus fieles que
«conserven con gran esmero la fe, mantengan la concordia y sean asiduos en la
oración» (Ep. Secunda, cit.).
Queridos amigos,
también yo os recomiendo de todo corazón estos valores perennes, a la vez que
os saludo y os bendigo con las mismas palabras con que el santo obispo Eusebio
concluía su segunda Carta: «Me dirijo a todos vosotros, queridos hermanos y
hermanas, hijos e hijas, fieles de uno y otro sexo y de todas las edades, para
que (…) transmitáis nuestro saludo también a quienes están fuera de la Iglesia
y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor» (ib.).
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